TikTok y las disputas por la hegemonía de la viralidad
Mijail Miranda Zapata 1
Septiembre 2024
Detrás de estos números, además, es posible intuir la transformación de nuestro habitus en términos informacionales y comunicacionales. Una encuesta reciente, informa que alrededor de cuatro de cada 10 personas en el país pasan más de dos horas diarias en redes sociales. Poco más de la mitad de ellas superan las seis horas de uso por día. Un porcentaje considerable, 40 % tiene a TikTok como su red social predilecta y la mayoría la usa todos los días (Moreno, 2023). Entre mayo y julio de 2024, TikTok fue la aplicación de redes sociales más descargada en Bolivia, según datos del sitio especializado AppFigures.
Resumen
A pesar de que ciertos sectores de la intelligentsia progresista continúan mirando con desconfianza y desdén plataformas populares como TikTok, las derechas neoconservadoras las consideran terreno ideal para reunir discursos y fomentar sentimientos de pertenencia.
Experiencias en Argentina, Kenia y Bolivia ilustran cómo estas plataformas digitales se politizan, expanden e imponen narrativas políticas, así como sus posibilidades emancipadoras.
TikTok, siendo una de las redes sociales más populares en el Sur Global, a menudo es el escenario donde surgen tendencias políticas y se desencadenan operaciones mediáticas a gran escala. En este contexto, ¿cuáles son las claves y cuál es la importancia de disputar la hegemonía en la viralidad?
Palabras clave: TikTok, Comunicación política, Adicción, Discursos de Odio, Desinformación
Trance tiktokero
Cuando le aparecen las arengas incendiarias y violentas de Javier Milei, la mujer al lado mío sacude el puño en alto y se repite a sí misma: ¡bien, eso! ¡así se dice!
Tiene más de 60 años, seguro. Probablemente esté jubilada. Usa TikTok a todo volumen, igual que muchas otras personas en el bus. Los videos del ahora presidente argentino aparecen en su feed una y otra vez.
Las proclamas paleolibertarias/neoreaccionarias se entremezclan con videos de mensajes moralistas de corte religioso, historias conspiparanoicas sobre política local, gags “humorísticos” de presentadores televisivos locales y clips musicales de Raphael o Camilo Sesto.
La dinámica se repite durante las casi tres horas de viaje entre Oruro y La Paz: si aparecen Milei o alguna estrella de los 70, la mujer a lado mío sacude el puño en alto, tararea un pedacito de canción o repite alguna frasecilla efusiva. Luego, de reojo, busca un gesto cómplice entre quienes compartimos la fila de asientos. Al no encontrarla, retorna con prisa a su trance tiktokero.
Cuatro años, ocho millones
La llegada de la pandemia, en 2020, fue el comienzo de la explosión. Aquel año, según reporta la agencia boliviana Coolosa Comunicaciones, TikTok alcanzó más de 700 mil cuentas registradas. En solo cuatro años, está cifra creció hasta los 8.8 millones —otras fuentes reportan poco más de siete millones, aunque solo consideran a mayores de 18 años—. Este crecimiento exponencial se refleja en la penetración del uso de TikTok en la cotidianidad boliviana. No importa hacia donde miremos: el transporte público, los restaurantes populares, las universidades o nuestras propias casas. La plataforma china es ubicua.
Detrás de estos números, además, es posible intuir la transformación de nuestro habitus en términos informacionales y comunicacionales. Una encuesta reciente, informa que alrededor de cuatro de cada 10 personas en el país pasan más de dos horas diarias en redes sociales. Poco más de la mitad de ellas superan las seis horas de uso por día. Un porcentaje considerable, 40 % tiene a TikTok como su red social predilecta y la mayoría la usa todos los días (Moreno, 2023). Entre mayo y julio de 2024, TikTok fue la aplicación de redes sociales más descargada en Bolivia, según datos del sitio especializado AppFigures.
Como viene sucediendo en la última década con otras redes sociales, plataforma tras plataforma, la irrupción comunicacional de TikTok impactará en la vida social y política del país. Cabe preguntarse entonces: ¿cuáles podrían ser los posibles escenarios?
Tal como advierten experiencias previas en otros países del Sur Global como Kenia o Argentina, las disrupciones más evidentes emergerán en momentos en los que se dispute el poder político y el control del Estado.
10 años atrás
Es la primera derrota electoral directa de Evo Morales en poco más de una década. Se lo ve algo angustiado, incómodo. A lo largo de su conferencia de prensa, que se alarga por más de media hora, el expresidente despliega su conocido repertorio retórico. Pero un tema, antes ignorado o minimizado, comienza a aparecer a borbotones. Evo Morales, al ser consultado directamente sobre el asunto, responde con algo de incomodidad, de manera sucinta, para volver rápidamente al guion de siempre. “El tema central es la guerra sucia, redes sociales”, “(las) redes sociales son como un recolector de basura”, dice de manera esporádica. Es febrero de 2016.
Más adelante, las redes sociales y el mundo digital se convirtieron en un tema recurrente en sus alocuciones. Especialmente aquellas en las que tenía enfrente a movimientos sociales. Después del 21F, Evo Morales y el Movimiento al Socialismo llamaron a sus seguidores, especialmente a los más jóvenes, a formarse y prepararse para una “guerra digital”. Sin embargo, el enfrentamiento había comenzado antes. La campaña política previa al 21F, como reconocen varias publicaciones y reportes de prensa, tuvo en las redes sociales uno de sus principales escenarios.
En su corta historia, alrededor de una década, la política digital boliviana tuvo muchos otros puntos de quiebre.
“El primer hito podría ubicarse en 2014, en las que se calificaron como las “primeras elecciones web de nuestra historia democrática” (Rocha, 2015: 153).”
Sin embargo, estos primeros pasos, antes que habilitar un nuevo territorio para la comunicación política, replicaron con poca creatividad —y algo de torpeza— las dinámicas establecidas en los medios tradicionales.
Dos años después, como evidencia del giro retórico del MAS mencionado antes, el referéndum constitucional sobre la reelección presidencial —más recordado como 21F—, “fue el parteaguas de las estrategias políticas específicas para redes sociales” (Quiroz, Machaca, 2020: 308). Una disrupción que, en Bolivia, inauguró “internet como un campo de lucha política”.
2019: la consolidación del campo digital
Así llegamos hasta noviembre de 2019. Evo Morales acaba de anunciar su renuncia hace algunas horas. A través de WhatsApp, principalmente, se difunden supuestas amenazas en contra de medios de comunicación. Muchos de ellos deciden cancelar sus ediciones y transmisiones.
En medio del vacío informativo y de poder, a través de la misma plataforma de mensajería, circulan textos, audios y videos, advirtiendo sobre una toma violenta de la ciudad de Cochabamba por parte de sectores campesinos. Los mensajes están infestados de una narrativa racista y segregacionista. Nunca sucedió. Mientras, en zonas rurales del mismo departamento, se esparce la teoría de que los “motoqueros” —nombre que se le dio popularmente a la pandilla parapolicial La Resistencia— se desplazarían hacia zonas rurales para atacarlas. Tampoco sucedió.
El fenómeno comunicacional, en el que se combinan desinformación, discursos de odio y crisis de Estado, se repite en las principales ciudades de Bolivia y sus zonas aledañas.
“La desinformación, la polarización y los discursos de odio, en apariencia, son las únicas fuerzas que gobiernan el país.”
Ese fue el punto culminante luego de varias semanas de violencia, caracterizadas por la tensión constante y enfrentamientos acicateados por convocatorias masivas por WhatsApp, posteos de liderazgos políticos en distintas redes sociales, videos de violencia explícita en Facebook —reales y manipulados— y otras tantas imágenes en Twitter —también reales y manipuladas —.
Los meses siguientes, un sanguinario gobierno transitorio y la llegada de la pandemia, consolidaron el uso de las plataformas digitales para la instalación de narrativas políticas intoxicantes y la agudización de una ya evidente fractura social.
Así, Facebook, Twitter, WhatsApp, entre otras aplicaciones, se convirtieron en los nuevos espacios de disputa política y social. Una confrontación llevada, la mayoría de las veces, a los términos más espurios y antiéticos. A este arsenal de herramientas comunicacionales, ahora, se suma TikTok.
TikTok, comunicación y política en el Sur Global
Las calles de Nairobi están prácticamente desiertas. La imagen se repite en otras ciudades de Kenia. Es agosto de 2022 y el temor a una explosión de violencia, luego del anuncio de los resultados de las elecciones presidenciales, paraliza a un país con alrededor de 50 millones de habitantes.
En 2007, 15 años antes, más de 1,200 personas murieron en la crisis postelectoral más sangrienta de la historia keniana. En 2015, dice la prensa, un brote de violencia postelectoral “a menor escala” dejó casi un centenar de personas fallecidas (Soler, 2022).
Kenia es un país con una población joven —como la mayoría de las naciones africana—, con graves tensiones interétnicas y marcados contrastes socioeconómicos. Pese a todo, actualmente, es considerado por el Norte Global como uno de los más estables y seguros de África. Además, es reconocido como uno de los hubs o centros tecnológicos de ese continente.
El combo de población joven, centro de operaciones tecnológico y cierta fragilidad democrática, lastimosamente, hacen de Kenia un buen marco de referencia para analizar el impacto de las redes sociales en la vida social y política de países en el Sur Global.
Kenia, 2022
“Ruto is a murderer”. “Ruto es un asesino”. El mensaje está escrito en un escarlata encendido, color sangre. Delante del texto, la captura de pantalla muestra a un hombre con una señal amenazante a la altura del cuello. Lleva puesta una camisa blanca completamente ensangrentada. Se trata de un montaje con el rostro de William Ruto, actual presidente de Kenia y entonces candidato presidencial. El resto de las imágenes, también capturas de videos de TikTok, muestran montajes menos explícitos. Más difíciles de entender sin el contexto de las tensiones sociales e interétnicas que asolan Kenia desde principios de siglo. Aun así, es posible intuir altos grados de violencia, segregacionismo y odio.
En 2022, Odanga Madung —autor del reporte From Dance App to Political Mercenary: How disinformation on TikTok gaslights political tensions in Kenya— revisó más de 130 videos de 33 cuentas que alcanzaron, colectivamente, más de cuatro millones de vistas. El documento reúne, como evidencia, algunos de los ejemplos gráficos mencionados antes. Muchos de los contenidos incluyen “amenazas explícitas de violencia étnica dirigidas específicamente a miembros de comunidades que se encuentran dentro de la región del Valle del Rift” (Madung, 2022: 7).
Las narrativas que utilizan son similares a las que desataron las matanzas y la violencia de 2007 y 2008. Aquellas dejaron más de mil víctimas mortales y cientos de miles de kenianos desplazados de sus hogares. Pero estas “fórmulas” comunicacionales no son exclusivas de Kenia. Se aplican también en países con realidades completamente disímiles.
“Rabia, asco, burla, euforia, miedo: la política digital se nutre de estas emociones y sensaciones para moldear la opinión pública.”
Esta apelación emocional y sensitiva no es, de ninguna manera, azarosa ni improvisada. Como se advierte en el caso keniano, “una campaña de desinformación altamente sofisticada es implementada en la plataforma (TikTok), incluyendo contenido de video hábilmente producido y anuncios de ataque que arrojan afirmaciones falsas sobre los candidatos, al tiempo que amenazan a varias comunidades étnicas” (Madung, 2022: 5). Es decir, las emociones son puestas al servicio de una maquinaria de manipulación social que apuesta por la confrontación, el extremismo y el ensimismamiento para reforzar el engagement, el compromiso que se genera para con “las marcas” políticas.
Las “métricas” detrás de un nuevo escenario
Según el Digital News Report 2024 del Instituto Reuters, 94 % de las personas en Kenia consume videos breves de noticias online semanalmente. Esta es la cifra más alta en los casi 50 mercados a nivel global que incluye el estudio. Mientras en América Latina, Perú ocupa el primer puesto con nueve de cada 10 personas, es decir el 85 %. Al no tener información sobre el contexto boliviano, este último dato resulta clave y orientativo, especialmente por las grandes similitudes culturales, sociales e históricas entre ambos países.
En cuanto al uso específico de TikTok para acceder a noticias o información, dentro del universo del mismo estudio, Kenia ocupa el segundo lugar: casi cuatro de cada 10 kenianos se informan a través de TikTok, es decir un 37 %.
Entre los 47 países que abarca el informe, Perú ocupa el sexto lugar en el uso de TikTok para acceder a noticias o información, el 27 %, y es, nuevamente, el indicador más alto entre los mercados estudiados en Latinoamérica —México, Colombia, Chile, Argentina y Brasil—. Cabe apuntar que, aunque Argentina está por debajo de la media general, un 15% en cuanto al consumo de información a través de TikTok, el mismo informe del Instituto Reuters repara en el uso político de la plataforma.
De cuentas fantasma a mega macro influencers
“El nuevo presidente populista de Argentina, Javier Milei, tiene una exitosa cuenta de TikTok con más de 2,2 millones de seguidores”, resalta Nic Newman en el resumen ejecutivo del Digital News Report 2024. En el capítulo dedicado a “influencers de noticias”, el documento también menciona a Iñaqui Gutiérrez. Tiene 23 años y es un referente de los neoreaccionarios argentinos, acumula más de medio millón de seguidores en Instagram y una cifra similar en TikTok. El veinteañero integra el equipo de comunicación digital de Javier Milei, “con un perfil (mediático) muy alto”, e incluso llegó a tener acceso a las cuentas oficiales del Gobierno argentino hasta inicios de 2024.
Pero más allá de las cifras exorbitantes, es importante considerar cuáles son las nuevas dinámicas de viralidad que propone TikTok —y otras plataformas en su impulso por seguirle el ritmo—. Ya no se trata de grandes figuras con millones de seguidores, que las hay y tienen su gravitación, sino de un elaborado andamiaje de cuentas satélite que orbitan alrededor de ciertas narrativas y discursos.
En el caso argentino, así como Iñaqui Gutiérrez, también existen otros influencers que crean contenido político, alimentando corrientes de viralidad. Ya sea con una identidad real o a través del anonimato, ya sea desde cuentas gigantescas o diminutas. Este último detalle no es casual. Forma parte de una estructura en la que los contenidos emitidos desde cuentas apócrifas se nutren y retroalimentan de lo que se publica en cuentas oficiales.
Un circuito con conexiones incontables e indetectables que instalan relatos políticos, a través de la cultura del meme y tropos efectistas. Casi como una reminiscencia a los titulares amarillistas de los diarios impresos de hace algunas décadas. Pero con varias características distintivas. Los memes son unidades de información e ideas potencialmente viralizables, pero quizás su principal característica sea su capacidad de permanecer a lo largo del tiempo.
“En el mundo digital, tanto el potencial de viralidad, por cómo se diseminan los mensajes, como la “longevidad” de los memes, debido a los algoritmos y la recirculación de ciertos contenidos, son aún más acentuados y, de alguna manera, riesgosos.”
Como ejemplo, la cuenta @elpelucamilei, en TikTok, tiene un millón más de seguidores que el mismo presidente argentino. Este tipo de users, que podrían catalogarse como mega macro influencers suelen cumplir la función de propagar y amplificar discursos, la mayoría de las veces violentos y totalitarios. En contrapartida, las cuentas fantasmas —con menos de mil seguidores—, pasando por nano y micro influencers —cuentas con mil a 10 mil seguidores—, suelen darles legitimidad a estos relatos.
En el caso de TikTok, además, como subraya Madung en el caso de Kenia, estas cuentas pequeñas pueden alcanzar una distribución desproporcionada de sus contenidos. Casi siempre sucede con aquellos que provocan reacciones emocionales exacerbadas de miedo, rabia o burla. Varias publicaciones, especializadas en marketing digital, ratifican que estas cuentas pequeñas —con menos de 10 mil seguidores— suelen tener los niveles más altos de compromiso con los contenidos y las “marcas” detrás de ellos, ya sean comerciales o políticas. Por ende, son capaces de generar empatía, confianza y convencimiento.
La hegemonía de la viralidad
Frente a las cámaras, los músculos de su rostro se contorsionan en movimientos exagerados, grotescos, redundantes. Cada tanto grita para lanzar algún insulto o para sobreponerse a quien lo interpele. Los labios le tiemblan y por momentos se congelan en un rictus parecido a una sonrisa. Los títulos de sus videos suelen tener verbos explícitamente violentos. “Milei destroza a zurdo empobrecedor”, “Milei aplasta a comunistas”, “Milei calla a periodistas”.
“La discursividad de Javier Milei se construye así, bajo la cultura del meme y la comunicación molecular. Decenas de tropos efectistas, provocadores, volátiles, incendiarios. En el fondo, dice poco.”
No se puede navegar profundo en sus argumentaciones. Sus mensajes se agotan a sí mismos, en sus propios bucles. Pero funcionan, se viralizan y se incrustan en la opinión pública.
No importa su inconsistencia ideológica, la falsedad de sus afirmaciones o la sordidez de sus metáforas —“el Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina”—. La figura de Milei no hace más que disputar y conquistar la hegemonía de la viralidad. Pero sería ingenuo pensar que Milei logró instalar su régimen populista de derecha en la Casa Rosada gracias a una retahíla de frasecillas potencialmente virales. El fenómeno Milei, como otros similares alrededor del mundo, debe explicarse desde múltiples dimensiones. En una de ellas es posible combinar la comunicación política fragmentaria —en contraposición a los grandes y monolíticos relatos políticos de hace algunos años—, la economía de las emociones y el sistema de aspiraciones y recompensas de la industria de la desinformación y los discursos de odio.
De las realidades fragmentarias a las realidades a medida
Imaginemos un espejo hecho trizas. Decenas o cientos de pedazos irregulares distribuidos de manera azarosa y dispersa, bajo un orden sobre el que no tenemos control ni decisión. Nuestro reflejo y el de todo lo que nos rodea está fragmentado para impedir reconocer las formas de la realidad.
Imaginemos que, para evitar la incomodidad de esa realidad fragmentada, decidimos reunir algunos pedazos, motivados por una emoción súbita, una fuerza desconocida. Estamos construyendo un espejo a medida, un lugar donde reflejarnos en nuestros propios términos, bajo nuestros propios sesgos. Para Renee Diresta (2024), estas “realidades a medida” son un terreno fértil para la desinformación, la polarización y teorías conspirativas delirantes. Principalmente, explica Diresta, porque atentan en contra de una realidad consensuada. Un terreno de certezas comunes en el que, a pesar de las diferencias, convergen e interactúan distintas visiones del mundo. Un espacio común de certidumbre para la convivencia colectiva.
Pero, a diferencia de lo que se podría suponer, estas realidades a medida no son esbozadas de manera autónoma e individual. Las dinámicas comunicacionales algoritmizadas, para su funcionamiento, implican “un golpe desde arriba (…) un derrocamiento de la soberanía del pueblo” (Zuboff, 2019). Entonces, se impone la máxima de “if you make it trend, you make it true”, si puedes hacerlo viral, puedes hacerlo verdad (Diresta, 2024).
Así se explica cómo cualquier dinámica política es supeditada a la hegemonía de la viralidad. Un fenómeno que, a diferencia de lo que se presume, está mediado casi siempre a través de sofisticados conocimientos de marketing, neuroconductuales y emocionales.
El scroll infinito
Tutoriales de edición de vídeo y audio, disputas xenófobas por el origen de danzas folklóricas, sugerencias cinematográficas y musicales, proclamas antifeministas y homotransfóbicas, experimentos gastronómicos, reportes de crónica roja, cheap fakes (publicaciones de baja calidad con desinformación) sobre políticos locales y nacionales. Un bucle de satisfacción y disgustos. La lista de contenidos que me ofrece TikTok se extiende inagotable. El scroll podría ser infinito.
Según la información que la misma plataforma me ofrece, de manera muy detallada, paso entre seis a 10 horas, a la semana, scrolleando vídeos de TikTok. Considerando una media de ocho horas semanales, paso unos 17 días al año pegado a la pantalla de TikTok.
Llegué a ella poco después de sus transformaciones, cuando la plataforma comenzó a cambiar el tipo de contenido que distribuía. Lo que había empezado como una plataforma para coreografías y lipsyncs con las canciones de moda, retos virales o gags “humorísticos”, se convertía, poco a poco, en un entorno para todo tipo de publicaciones y “nichos de usuarios”. Desde la literatura hasta la salud, pasando por el stand-up, la enseñanza de idiomas o el contenido político.
A partir de 2022, innumerables reportes de prensa especulan que TikTok compite con Google por consolidarse como la principal fuente de búsquedas de información en línea. Según sus propios estudios, la compañía China dice que el 40 % de la Generación Z usa TikTok o Instagram para sus búsquedas.
Se trata de una batalla por la atención y los datos de miles de millones de personas como tú y yo. Como la anciana fanática de Milei con la que abrí este artículo.
Estamos minutos, horas, semanas, frente a la diminuta pantalla de nuestros móviles, experimentando una realidad fragmentada, en unos pocos segundos, milésimas de segundos. Moléculas comunicacionales que nos provocan satisfacción y disgusto.
Del comercio de la atención a la economía de las emociones
“El capitalismo de la vigilancia reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia gratuita que puede traducir en datos de comportamiento”, dice Shoshana Zuboff (2019). En su libro La era del capitalismo de la vigilancia, Zuboff propone ocho definiciones para este “nuevo orden”. Todas ellas contundentes. Por ejemplo: “Mutación inescrupulosa del capitalismo caracterizada por grandes concentraciones de riqueza, conocimiento y poder2 que no tienen precedente en la historia humana” (Zuboff, 2019).
“La datificación, también molecular, de nuestra vida pública e íntima —localización, aspiraciones, preferencias, miedos, necesidades, etc.— construye ese supraconocimiento y su poder deviene, aunque no completamente, del uso de esta información para influir en nuestros comportamientos.”
Esta aproximación escueta a los fundamentos de una nueva era del capitalismo, el de la vigilancia, nos permite articular mejor otros tres conceptos clave para analizar la evolución de la comunicación política de los últimos años. Por un lado, la economía de la atención. Un modelo en el que múltiples plataformas, no solo de redes sociales, se disputan el tiempo que pasamos dentro de sus aplicaciones, usando, consumiendo o creando contenidos, otorgándoles, a través de este uso compulsivo, grandes cantidades de información personal.
Profundizando, podríamos hablar de un fenómeno un tanto más complejo: el “excedente conductual” (Zuboff, 2019). Este último, a decir también de Zuboff, “marca un punto de inflexión crítico […] en la historia del capitalismo”. El excedente conductual no es otra cosa que un despiadado modelo extractivista en el que esa misma información personal, recopilada por las grandes tecnológicas, alimenta modelos predictivos sobre nuestros hábitos, comportamientos y actitudes, nuestros “patrones de vida”. Así logran alcanzar niveles de predicción escalofriantes. Por ejemplo, si estamos en puertas de tener una relación romántica o conocer “a quién va a votar la gente antes incluso de que lo haya decidido” (Issenberg, 2013).
Entrando en este terreno, también es importante comenzar a discutir lo que podríamos denominar una economía de las emociones. Una dinámica capitalista en la que, a partir del excedente conductual y la economía de la atención, nuestras emociones más primarias son utilizadas para impulsar agresivas narrativas ideológicas que moldean una opinión pública polarizada, reduccionista y, muchas veces, con una percepción distorsionada de la realidad.
Esta economía de las emociones es propulsada por una opaca industria comunicacional de desinformación y odio que, sin disimulo, funciona globalmente. Ya sea a través de aparatos rudimentarios y a pequeña escala local o nacional, o por medio de complejas maquinarias transnacionales; como revela el dossier Mercenarios Digitales, coordinado por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística.
Adictos al odio
Cada toma dura apenas unos pocos segundos. Tal vez menos. El ritmo es vertiginoso, casi violento. En el montaje se suceden, repetida y rítmicamente diminutos pedazos de realidad. Vértigo, planos detalle, milisegundos, una pupila dilatada y el circuito vuelve a empezar. Aunque podríamos estar hablando del montaje de un video de TikTok, en realidad se trata de una película de hace más de 20 años. Requiem for a Dream de Darren Aronofsky, estrenada en el 2000, es una obra particularmente sensorial y estimulante. No ofrece descanso. Su objetivo es provocar una vorágine de emociones a través de un montaje en apariencia caótico. Pero siempre hay un patrón. La película de Aronofsky es un ensayo sobre el loop autocomplaciente de las adicciones, la desconexión con la realidad y la persecución constante de una satisfacción efímera. De haberse estrenado en esta década, el montaje de Requiem for a Dream de seguro incluiría pantallas de smartphones, descargas eléctricas, interacciones y likes.
Desde hace al menos 10 años, múltiples publicaciones científicas y de divulgación científica comparten hallazgos sobre los impactos neurológicos de las redes sociales. En algunos casos, los estudios mencionan transformaciones morfológicas en el cerebro. Muchas de estas alteraciones, dicen las publicaciones, se localizan en áreas vinculadas a las adicciones y son similares a los que provocan las drogas o los juegos de azar. En ese punto entra en juego la dopamina, un neurotransmisor comúnmente conocido por su rol al experimentar satisfacción, entre muchas otras funciones cerebrales. Las expertas explican que “el impulso de adquirir información útil, […] de hojear o desplazarse en busca de información interesante o valiosa, está profundamente arraigado en el sistema neuropsicológico de retroalimentación dopaminérgica” (Rodríguez, 2022: 11).
Este sistema es, en resumen, un mecanismo de recompensa que refuerza la búsqueda de satisfacción o novedad a través de todo tipo de estímulos.
¿Qué tiene que ver esto con la comunicación política?
Recordemos el salto de la economía de la atención a la economía de las emociones. Además, convengamos que el ciclo de deseo/recompensa dopaminérgica no solo reacciona frente a “información interesante o valiosa”, sino que también responde a otro tipo de anzuelos emocionales. Así es que la (des)información consolida un fuerte arraigo comunicacional, pero, sobre todo, una conexión casi afectiva con quienes la reciben.
Prácticamente todas las redes sociales funcionan bajo este mecanismo de recompensa. De esta forma desarrollamos un hábito de consumo compulsivo en ellas. En TikTok este fenómeno alcanza nuevos límites.
“Gracias a su algoritmo, esta plataforma logra conectar, en menos de un minuto, música del recuerdo —anzuelo emocional— con creencias religiosas —apelación a creencias previas— y violentos eslóganes neoconservadores —algo que podríamos denominar inoculación de odio—.”
Este combo incrementa el engagement de narrativas y discursividades social y políticamente tóxicas. Así es como conquistan la hegemonía de la viralidad y, con el tiempo, desarrollan un sentido de pertenencia alrededor de discursos extremistas e incendiarios. Sin lugar para la mediación, el disenso o el análisis crítico.
La industria de la desinformación
Pero no se trata solo de la viralidad, sino de cómo opera toda la maquinaria de desinformación y de discursos de odio. Desde el aprovechamiento de la neurociencia en términos de manipulación efectiva, hasta el funcionamiento articulado y sincronizado de un complejo sistema de cuentas satélite, influencers —en todos sus niveles, desde los mega macro hasta los nano—, conglomerados de cuentas amplificadoras y granjas de trolls y bots. Así como la construcción de micronarrativas que sean tan efectivas, despertando emociones intensas, favorables y contrarias. Además de todo un sistema de retroalimentación entre las redes sociales y los medios de comunicación tradicionales.
Un fenómeno viral en redes, para posicionarse en la opinión pública de manera más amplia, para convertirse en una “verdad”, necesita la legitimación de una contraparte aún influyente en la comunicación contemporánea. Por ejemplo, muchos de los clips más virales de Javier Milei no se crearon para TikTok u otra red social. Son recortes de entrevistas televisivas o radiales. Esta conexión es especialmente interesante. Primero, porque nos permite matizar la problemática de las redes sociales, en este caso TikTok, en la política. Porque no son estas plataformas las que generan narrativas racistas, violentas o discriminatorias de manera espontánea. No son las que siembran incertidumbre respecto al futuro y su evolución. No son las que instalan miedos segregacionistas. Sino que, debido a su configuración algorítmica, se profundizan valores, emociones y pertenencias instaladas en los imaginarios políticos previamente a través de instituciones sociales como la escuela, la iglesia o los medios de comunicación. Son la herramienta, no el problema.
Plot twist
A estas alturas podríamos caer en la demonización de las redes sociales, en la diatriba de manual en contra de una ultraderecha antiderechos y en la queja contra la apatía de una sociedad consumida por sus dispositivos móviles. Pero no solo sería ingenuo, sino también insensato. Porque son precisamente esos gestos despectivos, moralizantes y acartonados los que alejan a los sectores progresistas de la disputa por la hegemonía de la viralidad. Además, entrañan en sí mismos una forma de adicción por la autosatisfacción de asumir la pose política correcta y, como reflexiona Nicolas Mavrakis, “explotar una linda cantera de ‘empatía’ (recolección de “me encanta”) y ‘compromiso’ (individualista y sin costo)”, pero con la condición de mantener anulada la voluntad política de reaccionar.
“Sienten desdén y miran por encima del hombro al modo de vida, las necesidades e incluso la manera de hablar de las personas que nunca pudieron entrar en la universidad, [y] viven en ambientes rurales”, escribe la política alemana Sarah Wagenknecht (2024) sobre una corriente a la que denomina “izquierda como estilo de vida”. Sin respaldar el programa político de Wagenknecht, y considerando las evidentes diferencias sociopolíticas entre Alemania y Bolivia, o el resto de América Latina, esa caracterización es fácil de identificar también en el contexto local.
Lastimosamente, es esta “izquierda como estilo de vida”, muchas veces también caracterizada como “izquierda caviar”, la que intenta, sin mucho éxito, disputar la hegemonía de la viralidad. Cuentan con el capital social e intelectual para disputar los espacios de influencia. Sin embargo, su agenda y sus demandas muchas veces son excluyentes y pareciesen estar completamente disociadas de las calles —ya sean estas físicas o digitales—.
Mientras los niveles de precarización en el empleo joven se incrementan o la crisis de vivienda se agudiza, entre otras urgencias, las discursividades de la “izquierda como estilo de vida” se concentran en la reivindicación de tecnicismos sociológicos y la burocratización de las demandas históricas de las clases populares.
En la disputa por la hegemonía de la viralidad en redes sociales, esta forma de “hacer” política deviene en dos fenómenos. Por un lado, un hedonismo ideológico que recompensa las elucubraciones políticas rebuscadas y pretenciosas de la izquierda como estilo de vida. Por otro, algo que podríamos llamar un “funitivismo” —juego de palabras entre el término viral “funa” y punitivismo— progresista: todo aquello que esté por fuera del canon discursivo preestablecido es penalizado.
Por si fuera poco, cada gueto de la izquierda como estilo de vida crea y recrea su propia burocracia discursiva, con códigos morales y comunicacionales, cuyo acatamiento es obligatorio. El desconocimiento o la confusión respecto a ellos siempre es castigado. Estos factores provocan una disonancia entre las necesidades materiales de amplios sectores de la población y las reivindicaciones que se plantean desde cierto privilegio material, intelectual e ideológico.
“La izquierda académica, la “izquierda como estilo de vida”, la “izquierda caviar”, pulcramente educada en teorías decoloniales, enajena a las mayorías de sus propias luchas en una grave muestra de expropiación.”
Sin que eso sea suficiente, también se las condena por no someterse a los códigos discursivos que se les imponen. Este fenómeno, evidentemente, no es nuevo. Estas tensiones existieron y resurgieron a lo largo de la historia. Sin embargo, el contexto actual, en medio de burbujas informativas y altos grados de polarización, profundiza grietas que, otrora, eran franqueables.
En el caso boliviano, esta caracterización adquiere un matiz adicional. Desde el poder político, gubernamental y contragubernamental, se imponen avalanchas discursivas que plantean la disputa del Estado como el único horizonte emancipatorio posible. De esta forma atenúan y desactivan las insurrecciones de la cotidianidad, aquellas que, en otros contextos históricos, representaron importantes factores de cohesión social.
Entonces, a la “izquierda como estilo de vida”, se le suma una militancia por el cargo. Una “izquierda”, muy entre comillas, como burocracia.
#TikTokBolivia
No es una pelea cualquiera. Probablemente nunca un tinku profesional y un luchador de artes marciales mixtas (MMA) se hayan enfrentado antes. La muchedumbre los rodea y anima la pelea. Durante algunos días, la pelea de Maju Rioja y Miguel Rosales es un trend en TikTok Bolivia.
Maju Rioja, Juan Carlos Rioja Mamani, es uno de los máximos exponentes del Runa Tinku y el Takanakuy, dos modalidades de pelea que se han viralizado en redes sociales. Especialmente en TikTok Bolivia y Perú. Sus combates suman decenas de millones de vistas desde todo tipo de cuentas, casi nunca “oficiales”. Su popularidad es tal que políticos como Evo Morales o Manfred Reyes Villa no han dudado en arrimarse a su fama.
Maju Rioja es uno de los rostros que cita Quya Reyna como ejemplo para un fenómeno que denomina “la indianización de TikTok” (Suñaga, 2024). Siendo un país profundamente racista, esta emergencia identitaria encuentra resistencia a través de mecanismos, muchas veces, subrepticios.
El tinku entre Rioja y Rosales abrió una disputa entre lo indio —entendido desde una noción ciertamente esencialista y folclorizada— y lo que una Bolivia racista sigue considerando “civilizado”. Muchos comentarios, con una discriminación velada, decían que Maju había caído frente a la técnica, la disciplina… la civilidad. Aunque la lectura sea, en apariencia, forzada, retos posteriores, como el del tinku Cornelio Zuñiga y el boxeador Saúl Farah sirven para confirmar la hipótesis. En este último caso, además, se añaden componentes regionalistas —oriente contra occidente—. Tan evidente es la disputa simbólica que, durante el evento de lanzamiento de la pelea, Zuñiga lució la colorida vestimenta tradicional de su región, Macha, Potosí, y el beniano Farah utilizó una camisa blanca con una escarapela tricolor en el pecho. Una suerte de contraposición entre lo plurinacional y “la república”.
Con casi nueve millones de cuentas creadas y, al menos, un tercio de ellas activas, delimitar el universo de TikTok en Bolivia es una tarea imposible. Pero estos fenómenos virales nos permiten comprenden las distintas formas en las que esta plataforma se politiza.
Otro ejemplo icónico es el ataque del director de un canal de televisión en contra de la popular tiktoker Hilaria Layme. El también expresentador, con un tono engolado y el aspecto trasnochado de una estrella televisiva de los 80, conocido por su trayectoria dirigiendo noticieros sensacionalistas y de cuestionable calidad periodística, arremetió en contra de Layme, y otros tiktokers, por no representar “algo digno”. El expresentador —paradójicamente devenido también en tiktoker— durante un live, en una evidente expresión discriminatoria, primero desdeñó la popularidad de Layme, luego cuestionó a quienes sí considera sus pares —una reconocida banda de pop folclórico— por colaborar con ella y, finalmente, reafirmó su pertenencia de clase defendiendo, con muchas limitaciones, aquello que considera “artística”, “cultural” e “intelectualmente” superior. Layme, en un calculado o espontáneo contraataque, decidió ignorar por completo al expresentador, —excepto, esporádicamente, en alguna transmisión en vivo, por la insistencia de sus seguidores— en su perfil no hay ni un solo video que haga referencia a él.
Pero estas son solo algunas de las disputas de sentido que se entremezclan en el vasto territorio de TikTok Bolivia. Allí, bajo nuevos códigos, se reavivan tensiones sociopolíticas, irresueltas desde siempre en el país, se amplían sus horizontes y emergen nuevas e inesperadas formas de reafirmación identitaria —cultural, social y política—. TikTok es un terreno altamente político y politizado, muy por fuera de los modelos a los que nuestros debates están (mal)acostumbrados.
¿Acaso podríamos hablar incluso de un potencial emancipatorio?
TikTok Bolivia y el meme como dispositivo político
María Galindo es un meme. Sonoro, audiovisual, gráfico, performático. Sus transgresiones al espacio y a las instituciones públicas se han impregnado en el imaginario popular. Su figura, sus acciones, sus contradicciones generan adhesiones, rechazos, debates y polémicas en amplios sectores de la población. Sus audios y videos son utilizados para la creación de contenidos humorísticos, comerciales, políticos, románticos. Por tanto, trasciende los cómodos límites de una intelectualidad propensa al elitismo y el ensimismamiento.
Considerando un amplio espectro de progresismo e izquierda en Bolivia, ella parece ser la única que comprendió el rol estratégico que cumplen las redes sociales en la política contemporánea. Además, asumió sin remilgos la responsabilidad de disputar la hegemonía de la viralidad, allí donde la desinformación, los discursos de odio y la politiquería más espuria tienen mayor potencial para amplificarse.
La práctica política hecha meme tiene el potencial de plantear luchas desde la cotidianidad, con horizontes emancipatorios comunes y propiciando “alianzas insólitas” — como reivindican, precisamente, desde Mujeres Creando—.
Mientras ciertos sectores de la intelligentsia progresista boliviana, aquellos de la “izquierda como estilo de vida”, aún miran con desconcierto y desdén espacios políticos como Facebook o TikTok, Galindo construye una plataforma discursiva que dialoga con las realidades cotidianas de diversos sectores de la población. Por eso mismo, de cara a un próximo escenario electoral, Galindo suele ser la única figura alternativa entre las rancias candidaturas de siempre o aquellas más bien oportunistas.
Este posicionamiento es construido con base en la creatividad y transgresión. Dos ingredientes clave en el histrionismo de Galindo para disputar la hegemonía de la viralidad, incluso sin tener una cuenta oficial de TikTok.
Viejas prácticas en una nueva plataforma
Del otro lado, en el de la politiquería tradicional, aparece una virulenta fauna de personajes carentes de ideas y creatividad.
Entre ellos, por nombrar algunos, es posible enlistar a José Manuel Ormachea, Virginio Lema, Héctor Arce, Rolando Cuellar o Edgar Montaño. La norma en estos casos es la falta de ética, la contaminación del debate público y la instalación de operaciones mediáticas distractivas. Pero su nivel de influencia aún es condicionado por la antipatía que desatan su torpeza política y su ensimismamiento partidista. Pese a todo, en un territorio volátil y propenso a explosiones virales, es mejor no descartar su peligrosidad.
Sin embargo, el verdadero riesgo podría estar en influencers que se reivindican outsiders. Estos suelen mostrarse, en apariencia, alejados de figuras políticas ya conocidas o mediáticas. Su estrategia, de momento, consiste en alinearse oportunamente con fenómenos virales, autoritarios y populistas, como los de Nayib Bukele o Javier Milei. Así, su legitimidad suele construirse alrededor de valores conservadores, reaccionarios e históricamente regresivos.
Al parecer, por la marginalidad de estos movimientos en Bolivia, aún estamos lejos de la consolidación de un bloque autoritario y neoconservador. No obstante, hay signos de operaciones que podrían estar proyectando su articulación. No podemos olvidar, por ejemplo, el supuesto “exabrupto” de Andrónico Rodríguez a propósito de la Ley 348. Luego de decir que la norma es “antihombres”, Rodríguez impulsó una agenda global de derecha que, hasta ese momento, aún era marginal en Bolivia. La operación mediática le sirvió también para cosechar el apoyo, así sea circunstancial, de sectores y figuras abiertamente antimasistas. Una complicidad impensada y solo posible gracias a una jugarreta en los términos de la disputa por la hegemonía de la viralidad.
Miradas al futuro
Mientras escribo este texto, hay una nueva eclosión social en Kenia. La prensa internacional reporta decenas de muertes en solo algunos días de masivas movilizaciones sociales. Quienes protagonizan las protestas son las juventudes kenianas. Más propiamente, quienes integran la Generación Z, o sea las personas nacidas entre finales de los 90 del siglo pasado y 2010. La identidad generacional del estallido keniano de 2024 es fácil de identificar debido al uso transversal de las plataformas digitales y otras herramientas tecnológicas para organizar, visibilizar y articular las movilizaciones.
Este “arsenal” digital va de la inteligencia artificial hasta el hackeo de sitios web gubernamentales, pasando por hashtags y publicaciones virales en TikTok o X, anteriormente Twitter. Pero más allá de la no tan reciente interacción de la vida digital con las protestas en las calles, la verdadera novedad es que las recientes protestas de las juventudes kenianas no están motivadas por sus históricas disputas étnicas. Hay un aglutinamiento alrededor de “cuestiones concretas”. “Se están uniendo para luchar por cuestiones que afectan a su vida cotidiana, como las políticas económicas, la responsabilidad del gobierno y la justicia social”, escribe el investigador Job Mwaura (2024).
Que no suban los impuestos, que no se creen nuevos impuestos, que mejore la economía de las mayorías. A la distancia, las más recientes demandas de las juventudes kenianas se revelan alejadas de retóricas tecnocráticas o elucubraciones academicistas. En esta experiencia keniana quedan manifiestas las posibilidades que el campo digital ofrece para aglutinar demandas comunes entre sectores con tradiciones más bien gregarias. Además, sugiere que hacerse de la hegemonía de la viralidad puede contribuir a escalar el descontento social y trasladarlo de las pantallas a las calles.
En cualquier caso, esto demanda un retorno hacia un ejercicio que tiente la reconstitución de un bloque popular amplio, dejando de lado la elitización y la burocratización de las agendas emancipatorias.
Paulo Ravecca (2024), en un reel de Instagram, habla sobre una “interseccionalidad de derecha”. Es decir, como los neopopulismos de derecha articulan discursividades y generan coaliciones que llaman a la acción política concreta. A diferencia de los progresismos que cada vez encuentran nuevas formas de confrontarse en medio de su propio barroquismo teórico. Asimismo, Ravecca resalta la estrategia comunicacional de las nuevas derechas, que se construye a través de mensajes directos, simples y, muchas veces, “memeables”. Cualidades muy diferentes a los cansinos e interminables pronunciamientos políticos con los que, desde la izquierda y los progresismos, solemos acartonar nuestra comunicación. Quizás haya que romper el cerco del confort de la izquierda como estilo de vida y comenzar a probar nuevas formas de experimentar la política y, sobre todo, de comunicarla. En los espacios físicos y digitales, entendiendo que entre ambos hay una inevitable e innegable retroalimentación.
¿Acaso sea el momento de emancipar la comunicación política de la tecnocracia que nos arrebató la rebeldía?
Porque mientras la nueva derecha populista conecta rápidamente con los sentimientos y necesidades de audiencias voraces, mientras la nueva derecha autoritaria apela a narrativas aglutinantes y provoca un sentido de pertenencia en el campo digital, las izquierdas están cada vez más extraviadas en complejos laberintos discursivos diseñados en impolutas aulas universitarias del norte global.
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1 Mijail Miranda Zapata (Oruro, 1989): Periodista autodidacta. Es cofundador, director editorial y product designer del proyecto comunicacional y periodístico Muy Waso. Es impulsor del Fondo de Apoyo a la Producción Periodística de Mujeres y Diversidades de la misma organización. Recibió becas, en distintos programas de formación, de la DW Akademie, Anfibia, TEDIC, Puentes de Comunicación, Festival Gabo y Cosecha Roja. Textos suyos, en ficción, no ficción y ensayo, forman parte de libros y otras publicaciones bolivianas e internacionales. ⇑
2 Las cursivas son del autor de este artículo. ⇑
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Raquel Gutiérrez Aguilar y Claudia López Pardo | Septiembre 2024