Carta a mi territorio

Simón Muiba Inchu 1
San Ignacio de Moxos, 15 de agosto de 2024

Hoy me acordé de mi casa antigua, cuando vivía en San Miguel del Apere, donde quedó enterrado mi ombligo y me crié. Ahí baja el río, tiene una curvita, un remanso arriba y luego baja, y pasa por la comunidad. Me desperté pensando en mis amigos, que también son hijos del territorio, y de las tardes que nos poníamos a bañarnos en el río.

Me acuerdo de ese cuento que jugábamos, “el diablo de siete cachos”. De que si queríamos algo, íbamos al vecino, y listo. Y de que uno correteaba a todo lado. Decían “tienen que hacer tal cosa”, por decir, “a traer agua”, y uno lo llenaba rapidito, rapidito, pa’ estar libre otra vez e irnos al río. Todo correteando, todo sudado, todo sucio, pero con alegría, ¡chucuplum! Nos champábamos. ¡Como amábamos el río!

A veces nadábamos en la mañana, pero mayormente nadábamos en la tarde, desde las 2 de la tarde. 2, 3, 4, 5 o 6 de la tarde. Ya oscureciendo tenían que ir a sacarnos. Pero se sentía una libertad única, largándonos ahí. 

Yo aprendí a nadar porque se volcó la gaveta en la que me embarcaban mis hermanos pa’ cruzar a la banda. Y con la fatiga, miré a todos lados, cerré mis ojos, divisé la orilla y me fui ahí, zambullendo. No supe cómo, pero llegué al otro lado. Cuando uno está aprendiendo, uno toma mucha agua. Uno sale lleno del río. Ah, pero en tiempo seco, que no es tan grande el río, es nomás como unos 10 metros, hacíamos a competencia de zambullidos. “¡¿Quién llega a la banda?!” ¡Ya nomás nos largábamos! 

Mi mamá tenía que ir a buscarnos. Nos gritaba desde la casa. ¡Simón, Rufina, vengan ya! Y a veces nadie le hacía caso. Cuando ya se acobardaba, agarraba su chicote, una varita y se iba a sacarnos. Sólo así salíamos del río. 

Las madereras ya estaban sacando las maderas de allá en el territorio y un día ya mi mamá dijo, “bueno, vamos a salir. Vamos a ir al pueblo porque tus hermanos necesitan estudiar, y necesitamos ir a cuidarlos en el pueblo”. Ya no había curso para mis hermanos allá en la comunidad, así que ya ellos decidieron salir por motivo de estudio, y vinimos pa’ acá.

Cuando íbamos a salir, era en una volqueta de la empresa que había llevado a dejar diésel, había llevado víveres, y mi papá vio la oportunidad. Él dijo “bueno, aquí nos vamos. Nos vamos, porque nos vamos”. Ya teníamos todo listo, y yo le miraba a esa volquetanga, miraba su llanta, y lo veía mucho más grande que yo. Decía “¿cómo lo pueden hacer la gente?”, decía. Yo me medía con la llanta, y bregaba saltando para topar el final. La volqueta era blanca, aunque ya estaba despelechada, y casi no tenía pintura. 

Ese día tenía miedo. “¡Cómo voy a subir yo allá!”, yo decía. “Por ahí mis hermanos se suben y no me embarcan, no me llevan”, yo asustado y preocupado ahí. Ya luego dijeron “hay que subirse, súbanse”, y yo ahí fatigado “súbanme, súbanme”. Mis hermanos que eran bien molestos decían, “te vas a quedar, el que no se sube se queda” y se reían. Yo gritaba, “súbanme, súbanme”. Un hombre mayor me ayudó, dijo “agárrenlo” y me subió. 

Las volquetas tienen un cosito ahí que sube la tolva, donde va el hidráulico, esa mesita arriba de la volqueta, y ahí iban mis hermanos. Yo los miraba, lo miraba alto, quería ir ahí, pero me dijeron “te vas a acomodar acá”. Puse la bolsa donde teníamos la cama, y me eché ahí. Me acomodé con mis brazos tras de mi cabeza, mirando pa’ arriba y ya nos empezamos a venir por el camino.

“¿A dónde iremos a ir?” Me ponía a pensar. “Dónde iremos al llegar? Venía mirando. Decía “se mueve así el cielo, ¿o será que nosotros nos movemos tan rápido?”. Mientras venía yo ahí, echado, dije, “algún día, voy a ser grande como mi hermano y me voy a subir ahí en la volqueta, pa’ mirar todo”. En ese tiempo jamás pensé que la vida hubiera cambiado tanto, que hubiera sido tan distinto saliendo fuera del territorio donde uno lo tiene todo.

Ya en el pueblo no conocía pues a nadie, no sabía dónde estaba. Era tímido, calladingo. Allá nos dijeron “tu casa es de allá hasta aquí”, y ahí conocí el límite. Mi mamá nos dijo “este es el terreno, y de aquí no podemos salir”. Me sentaba ahí, mirando, hasta que empecé a mirar otra gente, a otros chicos, y como es uno de chico, ni su nombre pregunta, simplemente dice “¿querés jugar?”, y meta a jugar. Pero ya no tenía donde ir a bañarme. Antes era la orilla, ahora el grifo. Ya era bañarse con tutuma y balde. El río y la libertad fue lo primero que extrañé. Cuando tenía 7 años no me daba cuenta, pero ahora que ya soy grande, sé que eso es el territorio. 

No creo que haya sido casualidad que me haya acordado de esto justo hoy día que se cumplen 34 años de que nuestros padres y abuelos comenzaron la Marcha por el Territorio y la Dignidad, que para mí, hasta ahora continúa. 

Yo soy hijo de la marcha. Estaba en la barriga de mi mamá en ese tiempo, y yo sé que de ahí escuchaba lo de las reuniones, y se me quedó. Territorio y Dignidad es saberse libre, vivir donde uno quiera, escuchar los sapitos y el sonido del silbaco en la noche, no tener patrón que te diga que hacer, rumbear por el monte, asustarse del cantar del guajojó, conocer nuestra propia historia pa’ que no nos la charlen, vivir del chaco y el cambalache y que no falte nada. En pocas palabras, es todo lo contrario a la mezquindad. 

Nosotros antes no sabíamos que era eso del “estrés”. “¿Qué es eso? ¡No conozco!” yo decía, hasta que vi que no se podía cambiar un uniforme por yuca, porque la gente quería plata. 

Mis padres y abuelos, todos los antiguos, parece que siempre fueron andantes, y yo también salí así. Desde bien chico mi mamá me decía que esto nos dejaron los antiguos, para que usemos. “Mirá esta altura hijito, eso lo hicieron los antiguos para que vivamos y trabajemos”, decía, siempre que andábamos por los terraplenes del monte. 

Al año queremos ir a vivir ahí, donde antes vivían nuestros abuelos, donde eran nuestras taperas. Ahí está el cascote, el barrito, y las conchas para los cántaros de mi mamá, de lo que antes hacían los antiguos y dejaron a la orilla de los ríos. Esa siempre ha sido la vivencia, aunque ahora todo mundo lo quiere mezquinar, hasta con ideas de afuera de no tocar el monte, y de decirnos lo que podemos hacer. Tal vez se olvidarían que era su gente karayana los que maltrataron el monte sacando la madera. O tal vez no se darían cuenta que son ellos, desde sus ciudades, que destruyen todo. A veces me da curiosidad, si el territorio hablara, ¿qué nomás diría? 

Hay días que me da rabia y tristeza, pensar que esa libertad de chico ya casi no hay, que los árboles del monte se los llevaron, y que los ríos de mi infancia se están secando. Pero también hay días que ¡zaz! me llega la alegría, la esperanza y me pongo a cantar. Hace unos meses, recién logramos, después de cuatro años y medio de bregar, juntar la plata para comprar un trapiche donde moler nuestra caña, como siempre habíamos soñado. Sé que otros dicen que somos yeskas, pero al ver hoy día cómo están de bonitas mis piñas, me río porque sé que tenemos harto, tanta abundancia, que nos da para regalar. 

Sé que los tiempos de antes ya no van a volver, que el camino hasta aquí no ha sido fácil, que ha costado y que posiblemente así nomás va a seguir siendo, hasta que seamos totalmente libres. Pero mientras podamos sacar pacay a la orilla del río con los remos, se nos de la yuca y el maíz, y florezcan el chocolate y el platanal, seguiré cantando con el viento en la cara, manejando mi moto de aquí pa’ allá. 

Simón Muiba Inchu, hijo del río Apere, Territorio Indígena Multiétnico (TIM).

1 Simón Muiba Inchu, hijo del río Apere, Territorio Indígena Multiétnico (TIM).

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