El chantaje progresista y la tentación liberal
En años recientes, hemos sido testigos de cómo la izquierda en el gobierno, ante su progresiva descomposición ha venido impulsando un discurso de legitimación en torno a la idea del «mal menor», instándonos a apoyarla ya no por su horizonte de transformación, sino porque las otras opciones se presentan como mucho peores. Esta estrategia, que acá le llamamos «chantaje progresista», utiliza mecanismos de culpabilización, amenaza y polarización para mantener el apoyo popular.
Marina Garcés señala que el lenguaje «es un campo de batalla tan importante como una fuente de agua, como un campo de cultivo, como un barrio en el que se pueda caminar o como una escuela en la que se pueda aprender» (Salazar, 2024a). Y ella nos recuerda que cuando se insiste tanto desde el ruido mediático que las palabras no son nada, es porque quien monopoliza el lenguaje acaba dominando la realidad.
Debemos reconocer que en Bolivia —y, por qué no, en buena parte de América Latina— nos ha costado ponerle nombres más certeros y útiles a lo que ha estado pasando en este tiempo que eufemísticamente se ha denominado como «pos-neoliberal»3.
Un tiempo que se ha caracterizado inicialmente por el ascenso al poder de izquierdas que se autodenominan progresistas, seguido por una creciente y estridente polarización entre estas izquierdas en su faceta ya descompuesta y unas derechas ultra cada vez más amenazantes.
A diferencia del periodo explícitamente neoliberal —en el que se reivindicaba aquel libre mercado derivado del Consenso de Washington4—, la retórica progresista en el estado ha hecho más difícil identificar cómo se estructura la dominación hoy. Parte de esta dificultad radica en que ahora que estos progresismos están “trágicamente alejados y contrarios al horizonte reapropiador5 anclado en lógicas de lo común” (Gutiérrez, 2015), utilizan palabras y lenguajes que antes servían para la lucha como herramientas de legitimación de sus regímenes políticos6.
El no poder nombrar con claridad las determinantes de esa dominación y la manera en cómo operan las cosas en torno a ella, genera mucha confusión. Por ejemplo, ahora se les suele decir latifundistas a distintos pueblos indígenas que cuidan y luchan por sus territorios, mientras a los históricos terratenientes, que conservan miles y miles de hectáreas y especulan con ellas, se los denomina productores, y desde el estado se reivindica su proyecto económico (Huascar Salazar, 2015). La noción de revolución productiva comunitaria, se ha vinculado a la utilización de agrotóxicos, semillas transgénicas, multinacionales, incendios y deforestación (Molina, 2011); mientras tanto, el país produce cada vez menos alimentos para su población, y los pocos que produce son cada vez menos saludables. Otro ejemplo complejo de esta distorsión es el que refiere al “vivir bien”. Esta noción, que hace años nos hacía sentido y generaba esperanza como alternativa al desarrollo capitalista, ahora se ha convertido en eslogan de propaganda de una sociedad de consumo folclorizada, dependiente del extractivismo y de la destrucción del medio ambiente.
Pero el problema no queda solo en el lenguaje. En realidad, existe un ethos en la cultura política contestataria que, incluso cuando se considera crítica a las formas tradicionales de la política que se erige en torno a la toma del poder, sigue mirando al estado como el recurso de última instancia, como el lugar en el que finalmente lo político se resuelve. Y si en última —o en primera— instancia concebimos lo político como identidad de lo estatal, el mundo se nos ordenará también desde ese lugar7. Esta visión estadocéntrica limita nuestra capacidad de imaginar y crear alternativas fuera de los marcos institucionales establecidos.
En años recientes, hemos sido testigos de cómo la izquierda en el gobierno, ante su progresiva descomposición ha venido impulsando un discurso de legitimación en torno a la idea del «mal menor», instándonos a apoyarla ya no por su horizonte de transformación, sino porque las otras opciones se presentan como mucho peores. Esta estrategia, que acá le llamamos «chantaje progresista», utiliza mecanismos de culpabilización, amenaza y polarización para mantener el apoyo popular.
Por otro lado, la frustración que el progresismo genera ha llevado a algunas voces críticas a abrazar la retórica liberal y sus principales postulados, presentándola como una «alternativa estratégica» al orden dominante existente —i.e. una delirante estrategia que tiende a primero debilitar el progresismo potenciando posiciones de derecha, para luego supuestamente retomar derroteros emancipatorios—. Sin embargo, esta postura, que no solo es absurda e inaceptable por la experiencia histórica, tiene como punto de partida el ignorar —y reproducir— las desigualdades estructurales y las violencias inherentes a una sociedad colonial, patriarcal y extractivista como la boliviana.
El chantaje progresista y la tentación liberal, además, deben entenderse como parte de un mismo mecanismo, como una tenaza que nos presenta la ilusión de dos opciones únicas y que, por tanto, nos incita a tomar partido y a asumirnos en una de ellas.
En realidad, esta apariencia de la política contemporánea que opera en Bolivia y en la región puede considerarse una manera muy eficiente de gestionar el descontento social, ambas opciones se presentan como una alternativa radicalmente distinta a la otra, mientras garantizan —con diferencias de forma— un mismo orden de dominación.
Así, frente a este panorama, emergen algunas preguntas: ¿Cómo afecta el chantaje progresista y la tentación liberal a la posibilidad de construir luchas alternativas? ¿Se trata de buscar un punto medio entre ambas posturas o de construir algo radicalmente distinto? Si no partimos de los discursos progresistas ni liberales, ¿qué referentes nos ayudan a ubicarnos y posicionarnos en el antagonismo social?
Este ensayo no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino abrir un espacio de reflexión y diálogo. Se intenta de ensayar nuevos sentidos y lenguajes que nos permitan enfrentar la inercia de la dinámica política en la que nos hemos visto inmersos durante la última década y media en Bolivia. Para avanzar, necesitamos cultivar sentidos críticos que respondan a contextos concretos y preocupaciones cotidianas, dotar de nueva vida a las palabras que nos son útiles.
Como veremos al final de este texto, nuestra referencia en la construcción de alternativas debe centrarse en la reproducción de la vida y no en la toma del poder. Esto implica situar la vida —y su cuidado— en el centro de nuestro análisis y acción, como eje generador de propuestas y disidencias. Este enfoque no significa abandonar la reflexión sobre el estado y sobre cómo actuar frente y con relación a él, sino reconsiderar nuestros paradigmas para expandir nuestros horizontes de acción y pensamiento hacia ámbitos de autonomía y rebeldía.
El chantaje progresista: la trampa del «mal menor»
Tras más de quince años, ha quedado claro que los llamados gobiernos progresistas ya no representan un horizonte de esperanza ni son referentes de transformación social. En sus inicios, como ocurrió con la llegada de Evo Morales al poder en Bolivia, estos gobiernos generaban expectativas de cambio en el estado y se los entendía como un respiro que permitiría empujar iniciativas desde abajo luego de varios años de neoliberalismo. Sin embargo, cualquier ilusión en ese sentido ha quedado totalmente enterrada hace ya bastante.
El chantaje progresista se ha convertido en una estrategia sofisticada de control político. En su esencia, consiste en presentar a la población una falsa dicotomía: apoyar al gobierno progresista, sin importar lo que represente en el presente (políticas neoliberales, incendios, contaminación de ríos, etc.), o arriesgarse a que la otra opción de la polarización —generalmente una explícitamente de derecha— llegue al poder. Es decir, los progresismos se han convertido en meros guardianes y gestores del establishment dominante, y su principal —si no única— oferta se reduce a prometer el mantenimiento de ese orden frente a propuestas de derecha que se presentan como “alternativas”. Esta táctica reduce el espectro político a dos opciones aparentemente inevitables, encubriendo la posibilidad de alternativas reales.
El Movimiento Al Socialismo (MAS) ha sido particularmente hábil en el uso de esta estrategia. Su eslogan oficial durante las elecciones generales de 2019 lo ejemplifica perfectamente: «Si no es Evo, ¿entonces quién?». Esta pregunta retórica no evoca, de ninguna manera, un imaginario de transformación, sino que busca instalar la idea de que Morales es la opción más digerible en un escenario político cada vez más desalentador y descompuesto.
Este mecanismo no se limita al plano electoral. Es una estrategia permanente y sistemática que busca ordenar la energía política popular en función de un gobierno y de sus necesidades. La frase «criticar es hacerle el juego a la derecha» se ha convertido en el mantra para silenciar cualquier voz disidente. Este chantaje ha servido para intentar justificar cosas como: el pacto entre el MAS y la derecha política en 2008, mediante el cual modificaron, a espaldas de las organizaciones sociales, más de 100 artículos de la propuesta de Constitución Política del Estado derivada de la Asamblea Constituyente (Garcés, 2010; Huascar Salazar, 2015). La adopción de la agenda del agronegocio por parte del gobierno del gobierno del MAS (Soliz, 2015), permitiendo, la deforestación, el uso de semillas transgénicas, entre otros. La represión de pueblos indígenas y campesinos que defendían sus territorios, como en los casos del TIPNIS, Takovo Mora, Tariquía y Mallku Khota (Bautista et al., 2012; CEDIB, 2012; Chávez y Chávez, 2012; Salazar, 2015). El escándalo del «Fondo Indígena», uno de los más grandes casos de corrupción en la historia reciente del país (Morales, 2015). La normalización de la violencia patriarcal en la forma de gestión del partido de gobierno.
En momentos de crisis política aguda, como la caída de Morales en 2019 o los eventos de 2024, el chantaje alcanza niveles dramáticos. El MAS se intenta presentarse como víctima, desentendiéndose de toda responsabilidad que pueda tener en aquellos acontecimientos. La consigna es cerrar filas en torno al gobierno, defenderlo y presionar para que cualquier palabra enunciada termine por favorecer la posición del partido. Estos episodios no solo exacerban la polarización en la sociedad, sino que también desgarran el tejido social, sembrando desconfianza y recelo entre y hacia los propios sectores populares8. Son procesos de desorganización social inducida, que se amplifican exponencialmente por la desinformación que inunda las redes sociales9.
El chantaje progresista también ha tenido un impacto devastador en las iniciativas autónomas. Un ejemplo claro se dio en el Norte Amazónico, donde el MAS impuso sus candidatos a las organizaciones indígenas y campesinas, arrollando al Poder Amazónico Social (PASO), un instrumento político construido durante años por estas comunidades. El resultado fue: candidatos de la élite local, vestidos de azul y utilizando la sigla del MAS porque se aliaron con el partido de gobierno, y comunidades y organizaciones campesinas e indígenas siendo chantajeados para votar a estos candidatos, a los cuales se han opuesto por décadas (Nehe, 2016; Huascar Salazar, 2015).
El resultado de estas dinámicas ha sido un debilitamiento sistemático de la crítica y de la capacidad de imaginar futuros alternativos. En su lugar, se han fortalecido las posiciones más conservadoras de la sociedad, desde la izquierda y desde la derecha. En este contexto, las preocupaciones genuinas por la reproducción de la vida, por entender la complejidad de la situación actual, y por desentrañar las dinámicas profundas de la dominación quedan en un segundo plano, se diluyen frente a la ilusión de que todos los esfuerzos deben ser puestos en sostener al “mal menor”10.
El chantaje progresista funciona, en esencia, como un agujero negro que absorbe toda energía transformadora, la simplifica y la instrumentaliza. No importa si los proyectos extractivistas amenazan comunidades, si las condiciones de vida empeoran, si se imponen candidatos ajenos a los intereses populares, o si se promueve la violencia de género en las organizaciones. El mensaje es siempre el mismo: apoyar al partido, y hacerlo en silencio.
La tentación liberal: ¿posición estratégica o reproducción del orden dominante?
En un texto como este, nuestra atención debería estar centrada en la crítica a la izquierda progresista, porque es ella quien se apropia de palabras y quien habla en nombre de los sectores populares… es la que más confunde.
No debería haber necesidad de hablar sobre las posiciones explícitamente de derecha, porque la derecha es lo que es, un campo de la política al que siempre hemos considerado antagónico nunca es un lugar en el cual se pueda construir algo.
Sin embargo, es crucial reconocer la frustración que ha generado, en la última década y media, la escasez de espacios críticos para producir sentidos disidentes en el escenario político boliviano11. El problema es que, desde esta frustración, nacida de la inmensa dificultad para politizar y plantear alternativas desde abajo en tiempos progresistas, el liberalismo político —en sus distintas variantes— se ha convertido para muchos en un espejismo, representando un aparente lugar de enunciación crítica. Este fenómeno se ha hecho particularmente evidente cuando algunas personas que anteriormente trabajaron para el gobierno del MAS ahora se vuelcan a apoyar posiciones de derecha. Su argumento principal es que es más importante quitar al MAS del poder, aunque ello signifique apoyar “estratégicamente” a la derecha. Esta lógica, sin embargo, es totalmente absurda, e ignora las consecuencias a largo plazo de fortalecer a sectores políticos y económicos dominantes.
Es importante considerar que si el MAS pierde el poder lo más probable es que alguna variante de las derechas tome el control del gobierno. Este patrón se ha observado en otros países de la región y podría repetirse sin ningún problema en Bolivia. El MAS se ha ocupado de absorber o destruir cualquier opción de izquierda que dispute el poder estatal, y las tramas organizativas de la sociedad boliviana están debilitadas, lo que hace que este escenario sea altamente probable. Sin embargo, que esto suceda es una cosa, y otra muy distinta es que quienes aspiramos a un cambio social profundo dirijamos nuestros esfuerzos a fortalecer a esas derechas como una supuesta «posición estratégica». En realidad, lo que debe entenderse es que no hay “estrategia” en ello, un giro hacia la derecha lo único que hace es beneficiar al capital y a sus formas de gestión política violenta, debilitando la posibilidad de construir otras alternativas. En todo caso, el progresismo saldrá fortalecido si es que la polarización se acentúa.
La derecha política en Bolivia ha actuado históricamente de manera instrumental. Sus consignas de democracia o libertad no están vinculadas a horizontes emancipatorios, sino a intereses de clase y a la reproducción de jerarquías sociales. Las «plataformas ciudadanas», comités cívicos y organizaciones de la «sociedad civil» que surgen de estos nichos de derecha no cuestionan las diferencias sociales de fondo de la sociedad boliviana. Por el contrario, a menudo reproducen discursos racistas y clasistas, asociando las deficiencias del gobierno del MAS con supuesta «ignorancia», origen étnico, o falta de valores, sin abordar las causas estructurales de los problemas del país.
Además, al igual que el chantaje progresista, los discursos y lenguajes liberales tienden a profundizar la polarización social. Las derechas suelen menospreciar a los sectores populares rebeldes, aceptándolos solo en la medida en que sean sumisos y estén dispuestos a mantener las estructuras de poder existentes. Los discursos de derecha a menudo desconocen o banalizan las injusticias arraigadas en la sociedad boliviana, limitándose a reivindicar derechos políticos liberales sin abordar las desigualdades económicas y sociales.
Es crucial entender que desde las derechas se tiende a simplificar la complejidad del escenario político y de los actores sociales. Por ejemplo, se suele afirmar que «el horizonte extractivista siempre fue el deseo de los campesinos», como si las cúpulas dirigenciales, que en los últimos años se han visto vinculadas a distintas actividades extractivas, representaran el sentir y actuar del conjunto de las organizaciones sociales. Es una manera de deslegitimar a todo el movimiento campesino o indígena, sin considerar lo que les sucede a las amplias mayorías de estas organizaciones que reproducen su vida desde lógicas diametralmente distintas a aquellas que operan en las cúpulas dirigenciales, articuladas y dependientes de los poderes del país.
«En este sentido, cualquier postura contestataria que «estratégicamente» considere útil apoyar la política liberal, en realidad no hace más que articularse a la dinámica histórica de poder y recrear las determinantes más profundas de la dominación boliviana, además de reproducir las condiciones de la polarización política.»
En realidad, intentar construir una posición contestaría desde la derecha es tan estéril y contraproducente como lo es responder al chantaje progresista12.
No se trata de buscar el justo medio, sino de poner la vida en el centro
La superación de la aparente disyuntiva entre el chantaje progresista y la tentación liberal no requiere la invención de algo totalmente nuevo, sino un replanteamiento fundamental de nuestra manera de aproximarnos a la realidad política y social. En el contexto actual, caracterizado por una polarización exacerbada, un mundo cada vez más dañado por el avance del capitalismo y un exceso de (des)información, se vuelve imperativo cultivar lenguajes críticos que respondan a contextos concretos y a preocupaciones cotidianas.
Silvia Rivera Cusicanqui plantea una reflexión muy certera: «Superar el binarismo de la oposición izquierda-derecha es una tarea urgente, pues está anclada en un pasado ajeno: la revolución francesa del siglo dieciocho. Me pregunto: ¿lo que toca es estar en medio de esta polaridad? Pienso que la posición más adecuada para el momento actual es la de estar abajo, y no en el medio». No se trata de buscar un equilibrio entre la izquierda progresista y las tentaciones liberales; en realidad, un justo medio entre estas posiciones no es posible, porque inmediatamente la lógica con la que opera la política estatal obliga a tomar partido. Pero tampoco es deseable, porque es el lugar de la política estadocéntrica, que inmediatamente nos empujará a operar desde sus canales de posibilidad.
La urgencia que plantea Rivera tiene que ver con la necesidad de posicionarnos en un lugar distinto frente al antagonismo social, trascendiendo binarismos estériles y construyendo desde donde efectivamente podamos hacer frente a las relaciones de poder hegemónicas y a las formas capitalistas de organizar la vida social. Como hemos visto, la política liberal y la de los progresismos tienden a generar tensiones en torno a la disputa por el control de las instituciones estatales; elegir por una de estas opciones por ser la «menos mala», por lo general, termina por reproducir o amplificar los problemas de fondo de la sociedad boliviana.
Hace unas décadas, la palabra «izquierda» parecía suficiente para englobar ese espectro de esfuerzos que aspiraban a una transformación radical. Sin embargo, en la actualidad, este término no solo resulta insuficiente, sino que, en muchos casos, lo que se entiende por izquierda se ha convertido en parte de aquello que se intenta cambiar. Gran parte de lo que entendemos por izquierda no solo gestiona, sino que impulsa un capitalismo colonial y patriarcal. Así como hemos aprendido que ser indígena no es automáticamente sinónimo de comunitario (Tzul, 2016), también hemos constatado en Bolivia que identificarse con la izquierda no garantiza en absoluto una postura contraria a la dominación.
Quizás sea la noción de «abajo», utilizada insistentemente por los zapatistas, la que más nos haga sentido. Desde el abajo nos podemos reconocer en la multiplicidad de esfuerzos, trascendiendo la univocidad del partido monopólico o del dogma que pretende poseer la verdad absoluta. El abajo es múltiple, diverso y situado. En el abajo, además, anida lo comunitario-popular (Gutiérrez, 2015), formas de organización social y política que emergen de las experiencias de lucha y resistencia de comunidades indígenas, campesinas y sectores populares urbanos. Esta multiplicidad de esfuerzos prioriza la reproducción de la vida colectiva sobre la acumulación de capital, basándose en formas de democracia directa y participativa. Lo comunitario-popular se caracteriza por la gestión colectiva de bienes comunes y la búsqueda de autonomía frente al estado y el mercado capitalista. Encarnando la diversidad y el carácter situado del abajo, trascendiendo la univocidad del partido monopólico o del dogma, y enfrentando constantes desafíos y tensiones internas en su esfuerzo por construir otras formas de vida y organización social.
Existe, pues, la urgente necesidad de pensar y construir críticamente otras posibilidades de acción, que permitan nutrir y densificar ese abajo. Para lograrlo, necesitamos hacernos cargo de nuestros propios lenguajes, de nuestras maneras de nombrar lo que queremos y lo que rechazamos, necesitamos lograr palabras y sentidos que permitan orientarnos desde nuestros deseos de transformación, yendo más allá de esquemas binarios, de lo que el estado, sus lógicas y sus gestores nos permiten hacer. Para lograrlo, nuestra clave principal de orientación debería ser: poner la vida en el centro.
Poner la vida en el centro, como principio metodológico para la producción de sentidos disidentes y organización política, es una potente manera de reorganizar el pensamiento crítico (Salazar, Rocha, y Kruyt, 2022). Nos ayuda a mirar más allá de las narrativas hegemónicas y a priorizar aquello que es fundamental para reproducir la vida humana y no humana. Para ello, necesitamos aprender de luchas que ya existen pero que no se presentan —ni intentan hacerlo— desde las grandes narrativas heroicas centradas en la toma del poder, como lo son las luchas territoriales y las feministas.
Mirar el mundo desde la reproducción de la vida nos cambia el sentido de lo que entendemos como política. Nos exige escuchar a quienes luchan para cuidar sus territorios frente al extractivismo. Nos obliga a romper dogmas —de izquierda o derecha— que nos empujan a solo mirar hacia el estado y nos impulsa a construir desde la autonomía política. Nos lleva a reflexionar sobre los horizontes de bienestar compartido en un mundo asediado por la devastación provocada por el avance descontrolado del capital. Nos compele a pensar nuestros haceres y deseos en un conjunto de relaciones de interdependencia con la naturaleza, de la cual nuestra vida humana y, por tanto, nuestra politicidad son totalmente dependientes (Linsalata, Navarro, Cornejo, y Gutiérrez, 2023).
En fin, volcar nuestros esfuerzos para construir y/o potenciar formas políticas de organización que pongan la vida en el centro es una estrategia que rompe con los bucles a los que actualmente se ve incorporada la política estatal boliviana, y con ella a muchos de los esfuerzos que intentan cambiar el orden de las cosas. Poner la vida en el centro nos permite, entre otras cosas, trascender la falsa dicotomía entre el chantaje progresista y la tentación liberal, optando por una política que va más allá de los ciclos electorales, de las promesas vacías y de la tan desgastante polarización; permite ocupar nuestro tiempo en lo importante, en la complejidad de nuestras realidades y en el fondo de los problemas.
Bibliografía
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1 Huáscar Salazar Lohman es economista boliviano con estudios de posgrado en México. Ha investigado sobre las luchas comunitarias y su relación con el Estado Plurinacional, actualmente trabaja sobre alternativas centradas en la producción de lo común. Cuenta con varias publicaciones académicas y periodísticas. Actualmente es investigador en el Centro de Estudios Populares. ⇑
2 Nota metodológica: Utilizar el nosotrxs en este texto no es una elección arbitraria, responde a una realidad compleja que merece ser explorada y explicitada. En todo caso, no se está haciendo alusión a un grupo u organización en particular, sino a una sensibilidad compartida por algunxs frente al escenario político de la Bolivia contemporánea, sensibilidad arraigada en la frustración que emerge ante las dificultades para impulsar proyectos, procesos y esfuerzos alternativos, nacidos del anhelo de construir un mundo otro frente a las consecuencias devastadoras de la vorágine capitalista y sus expresiones políticas. Este “nosotrxs” es, en todo caso, una cuestión más práctica que teórica. Implica experiencias, complicidades y confianzas en torno a un deseo compartido de emancipación. ⇑
3 Como señalan Machado y Zibechi, “este confuso posneoliberalismo a nivel regional se implementa bajo dos componentes estratégicos esenciales: a) superación del modelo económicos neoliberal con políticas de fuerte impacto simbólico en el imaginario colectivo, que permitieron la alteración de las “reglas de juego” en el campo político institucional (nuevas constituciones, reformas normativas en general y electorales en particular); y b) deslegitimación de los actores políticos protagónicos durante el periodo neoliberal, la vieja partidocracia, pero sin afectar en lo más mínimo los responsables del antiguo caos, es decir, sin tocar a los agentes del mercado y su matriz económica de acumulación” (Machado y Zibechi, 2017: 89). ⇑
4 Se conoció como el Consenso de Washington a un conjunto de 10 políticas económicas formuladas en 1989 por economistas y funcionarios de instituciones financieras con sede en Washington D.C., que se convirtieron en el programa estándar del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para promover reformas económicas en países en desarrollo durante la década de 1990. Sus principales recomendaciones incluían disciplina fiscal, liberalización comercial y financiera, privatizaciones y desregulación. Aunque inicialmente concebido para América Latina, se aplicó ampliamente en otras regiones y tuvo una influencia decisiva en la expansión global del modelo económico neoliberal (Escalante, 2016). ⇑
5 Raquel Gutiérrez (2015) explica que el horizonte reapropiador emerge de las luchas populares latinoamericanas de inicios del siglo XXI como una perspectiva que aspira a la recuperación y gestión común de bienes y recursos privatizados, la reconstrucción de formas de decisión política más directas y participativas, el potenciamiento de prácticas comunitarias, y el cuestionamiento de la separación entre lo político, económico y social impuesta por el orden liberal capitalista. No constituye un programa cerrado, sino un conjunto de anhelos y prácticas que apuntan a una transformación profunda de las relaciones establecidas, buscando formas de convivencia y reproducción de la vida más allá de las lógicas del capital y el Estado. ⇑
6 Vale la pena revisar el libro: Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos sobre un presente en crisis. En esta colección de textos , Rivera se cuestiona sobre la naturaleza del problema de las palabras expropiadas y señala: “Me parece importante preguntarnos por qué pasa esto, cómo es que una runfla tan laberíntica y compleja de palabras, lo que aquí llamo “palabras mágicas” pudo tener ese efecto de fascinación e hipnosis colectiva, al punto de acallar por una década nuestras inquietudes, aplacar nuestras protestas y hacer caso omiso de nuestras acuciantes preguntas” (Rivera, 2018: 95). ⇑
7 Al respecto se puede revisar el libro de Diego Castro (2022): Mandato y autodeterminación. El autor argumenta que la tendencia a ver al Estado como el centro de la política resulta de narrativas históricas dominantes y prácticas que han reforzado esta visión. Esto ha llevado a una política basada principalmente en la demanda al Estado, lo que implica para las organizaciones sociales una pérdida de autonomía y capacidad creativa. Las organizaciones corren el riesgo de volverse dependientes de las decisiones estatales, perdiendo de vista su potencial para generar cambios directos. ⇑
8 Sin dejar de tomar en cuenta, además, la irresponsabilidad que implica llevar la política estatal a estos extremos. Momentos como la crisis de 2019 o la intentona golpista de 2024, terminan por fortalecer las derivas autoritarias. Qué sino es el tener militares marchando libremente por las calles, matando personas y embistiendo el palacio presidencial. Es una política de miedo que tiende a naturalizarse (Salazar, 2024b). ⇑
9 En este punto vale la pena hacer alusión a la compleja participación que vienen teniendo muchas izquierdas internacionales que vienen apoyando —discursiva y materialmente— a gobiernos denominados progresistas sin importar la crítica interna a estos gobiernos. Por lo general, estas izquierdas asumen un rol paternalista frente a la situación del país e ignoran los análisis que realizan lxs intelectuales a lxs que suelen citar. En Bolivia esto fue muy evidente cuando en la crisis política de 2019 una embestida de izquierdas internacionales se posicionó en torno al Movimiento Al Socialismo, desoyendo las palabras de importantes analistas, activistas e intelectuales del país (y algunxs internacionales), convirtiéndose en espacios de resonancia de posiciones dominantes e ignorando una infinidad de voces críticas. Estas izquierdas terminan actuando como zombis, repitiendo acríticamente las consignas —muchas de ellas falaces— que emergen del estado o que solo se centran en el estado, sin hacer ningún esfuerzo por mirar las complejidades de los procesos políticos, o por oír la multiplicidad de voces que rompen con los esquemas de la política estadocéntrica. ⇑
10 Aunque acá no ahondamos en esto, es importante considerar que en los últimos años el mecanismo del chantaje progresista se ha replicado en la disputa entre Evo Morales y Luis Arce. ⇑
11 Ejemplos sobran: la Federación Única de Trabajadores Campesinos de Cochabamba amenazando con bloquear a los indígenas que luchaban contra la carretera que atravesaría el TIPNIS (Los Tiempos, 15 de febrero de 2012), o la cúpula de la Central Obrera Boliviana (COB) apoyando alternativamente a los gobiernos de Morales, Añez o Arce, según su conveniencia. También nos encontramos con una multiplicidad de colectivos o espacios de militancia que implosionaron en estos últimos años. La lista de estos casos es extensa. ⇑
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