Emancipación y vida cotidiana
Una aproximación testimonial 1
Silvia Rivera Cusicanqui 2
Septiembre 2024
La Paz, Colectiva Ch’ixi
Por otra parte, la obsesión primario-exportadora, que acompaña la vida del Estado desde tiempos coloniales, no ha sido superada en ninguna de las sucesivas rachas de reforma, “refundación” o “revolución”. En este contexto, propuestas como la “despatriarcalización” o la “descolonización” se han vuelto discursos vacíos que encubren los intereses de la agroexportación y la minería del oro, mayormente ilegal.
Resumen
Este artículo ofrece una reflexión crítica y personal sobre la historia reciente y la situación actual de Bolivia, basada en las experiencias de la autora y su participación en movimientos sociales y políticos. Silvia Rivera analiza el impacto de las dictaduras militares, las luchas contra el neoliberalismo, y las contradicciones del gobierno del MAS, destacando la pérdida de autonomía de los movimientos sociales y la persistencia de estructuras coloniales y patriarcales. La autora propone una «micropolítica de resistencia» y una «utopía anarko-ch’ixi» como alternativas a las macropolíticas estatales y a la lógica totalitaria del sistema-mundo. El artículo ahonda en conceptos como lo «ch’ixi» para abordar la descolonización del mestizaje y la convivencia entre diferentes. Rivera Cusicanqui critica la actual situación política y ambiental en Bolivia, abogando por un retorno a prácticas comunitarias y libertarias inspiradas en el anarquismo y en la cosmovisión aymara. Finalmente, el texto resalta la importancia de la memoria histórica y la esperanza como herramientas para enfrentar las crisis del presente y construir futuros más habitables.
Palabras clave: Micropolítica de resistencia, Ch’ixi, Memoria histórica, Descolonización, Comunalidad.
Pensamiento y memoria desde un presente en crisis
Mi intención en este debate es hablar desde el aquí-ahora, entre el presente y el pasado, situada en el espacio hoy llamado Bolivia. Se trata de un presente en crisis, la larga crisis de frustraciones democráticas, derrotas populares y el reciclaje de mecanismos históricos de opresión a la gente de trabajo, que crea día a día nuestro sustento material y espiritual. Estas crisis se han exacerbado en la postpandemia, por una serie de factores muy complejos. En un texto reciente3, he planteado la necesidad de reconocer la diferencia entre el período anterior y el posterior a la pandemia del COVID-19, que afectó de diversas maneras a la población de todo el planeta. En Bolivia, la pandemia coincidió con una dictadura autoritaria, surgida de un golpe parlamentario de los partidos de la oligarquía, con el protagonismo de actores de la otrora “media luna”4.
Entre marzo y junio del 2020 tuvimos que soportar una intensa presencia militar y policial en las calles de las principales ciudades. Esto me trajo a la memoria los momentos traumáticos de las dictaduras militares, en una cotidianidad marcada por la prohibición y la vigilancia. Durante la pandemia, las personas de “tercera edad” no podíamos salir de la casa, ni siquiera a obtener alimentos básicos o pasear a nuestras mascotas. Vivíamos una extraña situación de soledad, aislamiento y represión, que logré sortear saliendo sigilosamente a las 5 de la mañana.
«Para sorpresa mía, encontré vendedoras de alimentos que eran traídos de las comunidades agrarias periurbanas y del Altiplano.»
Pienso que vivir en una ciudad, y especialmente en la sede del gobierno, nos encierra en una perspectiva limitada de las realidades que vive el conjunto de la población.
Otro efecto pernicioso de la pandemia fue que abrió un hueco en la memoria colectiva, una especie de ruido blanco derivado de la imposibilidad de caminar, de entablar conversaciones cara a cara o de averiguar lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. Esto fue particularmente opresivo en barrios peatonales como el centro y Sopocachi. Se instaló para mucha gente un proceso selectivo de desmemoria, por el uso obsesivo de aparatos de comunicación digital. Para muchas mujeres de sectores populares, el encierro fue una cárcel donde tuvieron que convivir con cónyuges o parientes maltratadores y violentos, hacinadas y sin acceso a la libertad de la calle. La situación escolar no fue menos dramática: ¿cómo hacía una mamá con cuatro hijas/os, que a duras penas se había comprado un celular, para que puedan pasar simultáneamente sus clases virtuales?
En la postpandemia, la dependencia de la gente joven del celular ha implicado serios problemas de adicción, desatención a su entorno e impulsos irrefrenables de consumir novedades. Las miradas se han vuelto tubulares y las relaciones cara a cara se han desarticulado de tal forma, que no recuerdo haber atestiguado algo semejante en otros episodios de terror represivo. En las calles me topo con gente caminando agachada, ensimismada en sus aparatitos de (in)comunicación. Me suelen lanzar miradas agresivas, como si fuera una piedra o un obstáculo cualquiera. A mi edad, y con la experiencia práctica del seminario de sociología de la imagen, donde resulta clave prestar atención al entorno social y material, la postpandemia me ha impactado como un shock a la conciencia. Es una arista especialmente punzante de la crisis que vivimos desde hace años. También me ha provocado un profundo cuestionamiento sobre cómo entender lo que está pasando con la mirada y con el sentido corporal de la gente joven, atenta todo el tiempo a la (des)información y al juego.
En estas reflexiones, mi intención es pensar a partir de mi cuerpo, al que le ha tocado vivir muchas y complejas experiencias en las últimas décadas. En abril de este año he cumplido 75 años, y como persona mayor tengo en mi chuyma (entrañas superiores) la memoria de muchos años, de largas derrotas y efímeros triunfos en la resistencia a la brutalidad de dictaduras militares y civiles. En 1971, estando embarazada de mi primera hija, me tocó vivir el golpe del Gral. Banzer, la intervención a la universidad, una breve estadía en la cárcel y mi primer exilio a la Argentina. Recuerdo que, en 1974, cuando Banzer proscribió a sindicatos y partidos, nos citábamos semanalmente en determinados lugares, para intercambiar noticias y evaluar la situación. En una ocasión, el padre de mis hijos no se presentó a la cita, y supimos de inmediato que lo habían detenido. Pasó un año en la cárcel, salió deportado a la Argentina y después del asesinato del Gral. Juan José Torres —a quien nuestro grupo universitario apoyaba5— salió a México con la familia de Torres. Mis hijos mayores (re)conocieron a su papá muchos años después, en 1979, cuando nuestra situación personal y política había tomado rumbos divergentes. De aquel exilio en la Argentina retorné a La Paz en marzo de 1972, cruzando la frontera junto a mujeres contrabandistas. Allí me percaté de que la vida continúa en esos espacios marginales, alejados de los centros de poder.
Otra experiencia golpista, vivida en carne propia, ocurrió en 1980, cuando el ministro del interior, Luis Arce Gómez, ordenó la demolición del edificio de la Central Obrera Boliviana (COB) y el asesinato de los parlamentarios de izquierda Marcelo Quiroga Santa Cruz y Carlos Flores Bedregal, cuyos restos nunca pudieron ser hallados. Este episodio fue el cierre represivo de tres años pendulares, entre breves respiros democráticos y cruentas intervenciones militares. La de mayor gravedad fue perpetrada por el Cnl. Alberto Natusch Bush (1 al 16 de noviembre, 1979). La fuerza aérea atacó con desenfreno y odio a pobladores de El Alto y la ladera oeste de La Paz, acabando con la vida de setenta personas y medio millar de heridos y heridas, sólo por estar caminando en grupos o por haber intentado parar a los tanques con adoquines y pedradas. Recuerdo con horror el tableteo de las ametralladoras, disparadas desde helicópteros sobre cortejos de luto: gente reunida en los cementerios para honrar a sus difuntos. Esos días quedaron en la memoria colectiva como la “Masacre de Todos Santos”. La huella personal que me dejó este episodio, pude expresarla en forma ficcional, con un video, para conjurar el olvido de esas pérdidas irreparables6.
En tiempos de dictadura, las universidades públicas fueron blanco preferido de la represión, en particular las facultades de ciencias sociales y humanidades. En septiembre de 1980 tuve que buscar asilo en una embajada, acosada por los agentes del Ministerio del Interior, para luego vivir dos años de exilio en Colombia, trabajando como investigadora en el Centro de Investigación y Educación Popular. Eran los tiempos de la “narco-dictadura” y (qué paradoja), los golpistas tenían en ese país grandes negocios con el cartel de Medellín. Comparada con la lúgubre experiencia paceña, lo que viví en ese país me reveló la vitalidad de una sociedad civil creativa y musical, que enfrentaba con energía los dramas de la violencia endémica y las múltiples insurgencias guerrilleras. En la Costa Atlántica pude conversar con gente muy valiosa, que había participado en invasiones de tierras, y recoger las ideas políticas y los anhelos del movimiento campesino regional de los años 1960-70. Las óptimas condiciones de trabajo, la excelente biblioteca y la amistad de mucha gente, como Alejandro Angulo, director del Centro de Investigación y de Educación Popular (CINEP), me permitieron, además, completar el borrador de lo que sería “Oprimidos pero no Vencidos”, Luchas del campesinado aymara y qhichwa, 1900-1980, un libro cuya primera edición salió en La Paz en 1984, coeditado por Hisbol y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB)7.
Democracia y dictadura: las luchas contra el neoliberalismo
El proceso boliviano, con toda su complejidad, no puede ser expuesto en estas breves páginas. Al hablar de las luchas contra el neoliberalismo me refiero tan sólo a una fase de ellas, que va desde la llamada “Guerra del Agua” en Cochabamba (enero-abril 2000) hasta la llamada “Guerra del Gas”, protagonizada por los sectores populares de El Alto y La Paz entre agosto y octubre del 2003.
Este ciclo comenzó en democracia, con el gobierno del Dr. Hernán Siles Suazo, a la cabeza de la UDP (Unidad Democrática y Popular), cuando la guerra intestina entre los partidos de izquierda culminó en el más intenso proceso inflacionario de la historia boliviana. La reacción fue una suerte de tsunami: privatizaciones, despidos masivos, desmantelamiento de empresas estatales, congelamiento salarial y alza de precios de la canasta básica. En resumen, nos había llegado la hora del “ajuste estructural”, que mostró en Bolivia su cara más despiadada. Le tocó al MNR de Victor Paz Estenssoro —quien había nacionalizado la gran minería privada, promulgado el voto universal y otras medidas para fortalecer el Estado— parar todo atisbo de resistencia, liquidando al movimiento sindical minero y fabril, y dejando a la Central Obrera Boliviana en extremo debilitada. En su cuarto mandato, puso en subasta las más importantes empresas estatales y convirtió a Bolivia en un emporio para la inversión extranjera, fomentando el contrabando, la economía ilegal y la emigración masiva de la población hacia otros países.
La fiebre de privatizaciones se exacerbó en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1979-1993), que subastó las empresas de servicios básicos: agua, electricidad, telefonía y transporte8. En su segundo mandato, Sánchez de Lozada convocó a una amplia coalición de partidos reaccionarios, pero no logró apaciguar las demandas de empleo y de vida digna, bloqueando toda posibilidad democrática de poner en la agenda pública la aspiración popular de revertir las medidas del ajuste. Después de una breve y convulsionada gestión, el “Goni” [Gonzalo Sánchez de Lozada] tuvo que huir a los EE. UU. el 17 de octubre de 2003, ante la indignada y masiva protesta de la multitud que se concentró en la sede de gobierno. Este ciclo de movilizaciones se conoció como la “Guerra del Gas”. El punto culminante fue la elaboración de la llamada “Agenda de octubre”: nacionalización de los hidrocarburos, asamblea constituyente y agua para todos. El cuarto punto de la agenda: “participación política sin mediación partidaria” —como la llamaron los dirigentes cochabambinos de la Guerra del Agua— será abandonado por las propias confederaciones y organismos sindicales obrero-campesinos, quienes vislumbraron la posibilidad de llegar al poder bajo el alero del MAS (Movimiento Al Socialismo) y su carismático líder Evo Morales (2006-2020).
Cambiar para que nada cambie
Durante los años duros del neoliberalismo nos habíamos propuesto realizar actividades de resistencia a la erradicación forzada de cultivos de coca, acompañando a cocaleras y cocaleros de los Yungas, que desde los años 1990 vivían la zozobra de incursiones erradicadoras de cultivos considerados legales por la Ley 1008 de Sustancias Controladas. Junto a precarias redes sindicales y universitarias, convocamos a una diversidad de agrupaciones (indígenas, campesinas y de la pequeña industria) de Colombia, Perú, Argentina y Bolivia, para defender el uso de la hoja de coca como alimento y medicina. Todo ello se plasmó en la realización de siete ferias autoconvocadas de la Campaña Coca y Soberanía, financiadas con aportes voluntarios. Entre el 2003 y el 2007 nos reunimos en La Asunta (Nor Yungas), El Alto, La Paz y Cochabamba. Este esfuerzo mancomunado por darle a esa planta un uso que la libere de ser pisoteada por las mafias de la cocaína, llegó a su fin —otra paradoja— con el gobierno de un dirigente cocalero.
Las esperanzas iniciales de que las cosas cambiarían, atendiendo a las demandas de transparencia, autogestión y libertad de organización, quizás resultaron desmesuradas. Una tras otra, las nacionalizaciones y estatizaciónes que lanzó el MAS con bombos y platillos, revelaron su doble cara: el férreo control estatal propició desde un principio un manejo corrupto y prebendal del sector estatal de la economía. Pese a la dimensión plural y autoconvocada de las luchas contra el ajuste estructural, el nuevo gobierno se negó a la posibilidad de entregar las empresas arruinadas por la privatización, a su fuerza laboral organizada. Nos impactó mucho la liquidación del Lloyd Aéreo Boliviano (LAB), nuestra aerolínea bandera. Después de haber sufrido un grave accidente en 1963, en el que murieron todos los jugadores de un equipo de fútbol paceño, el LAB se recuperó, brindando un servicio ejemplar durante décadas, hasta que fue “capitalizado9” de mala manera en el primer gobierno de Sánchez de Lozada. Contra todo pronóstico, el flamante gobierno del MAS decidió desestimar el proyecto de rehabilitar la empresa, con aportes de sus pilotos, azafatas y personal de tierra. En Cochabamba, la población movilizada tomó la pista del Aeropuerto y, en un acto represivo sin precedentes (comandado por el vicepresidente García Linera), se dio fin a esa esperanza de la población cochabambina, según lo relató Raquel Gutiérrez en un memorable escrito.
Por todo lo expuesto, tengo algunos reparos a la propuesta de debate con la que se lanzó esta mesa10.
«He intentado argumentar que la crisis estatal vivida entre el ajuste estructural y el gobierno del MAS, es síntoma de un rotundo fracaso de la forma Estado como base para un proceso de emancipación.»
Por eso sostengo que no podemos seguir ancladas en la posibilidad de interpelar al Estado, que en Bolivia es un aparato enorme, ramificado y tentacular. Las decisiones de políticas públicas han quedado en manos de una cúpula cuyo control sobre los poderes del Estado atrofia las prácticas microscópicas de resistencia y las orienta hacia un rumbo peligrosamente apático o conservador.
El elemento clave es la apariencia de legalidad: el poder judicial se ha convertido en el eje de una nueva fase autoritaria, en que las leyes y la propia constitución política “Plurinacional” resultan violadas en forma recurrente. En el reverso de esta moneda, hallamos una base social fragmentada, atravesada por intensas pugnas faccionales. Tal parece que estamos viviendo una farsesca repetición de la “ch’ampa guerra” de los años sesenta, que culminó en la “pacificación” de los conflictos durante la dictadura del Gral. Barrientos (1964-69). La ch’ampa guerra fue un conflicto violento entre dos bandos del movimiento sindical campesino de los valles. Hoy por hoy, este tipo de enfrentamiento entre subalternos se ha vuelto endémico y muestra la complicidad del actual gobierno en su proliferación. De todo ello salen beneficiadas las poderosas mafias civiles-militares, y sus vínculos con el contrabando, la extorsión y la exportación de cocaína.
Por otra parte, la obsesión primario-exportadora, que acompaña la vida del Estado desde tiempos coloniales, no ha sido superada en ninguna de las sucesivas rachas de reforma, “refundación” o “revolución”. En este contexto, propuestas como la “despatriarcalización” o la “descolonización” se han vuelto discursos vacíos que encubren los intereses de la agroexportación y la minería del oro, mayormente ilegal. De grandes a pequeñas estructuras, la cultura política prebendalista y patriarcal sigue reproduciendo un sistema perverso de colonización internalizada, intransparencia y reforzamiento de conductas misóginas. Ya mencionamos el caso del subsidio materno-infantil como un síntoma perverso de esta doble moral. Al anclar a las mujeres en su papel de madres, se ven privadas del reconocimiento como trabajadoras, creadoras de bienes y servicios, productoras de ideas o de cultura. Para muchas adolescentes y jóvenes, el embarazo promovido por esta institución de apariencia benefactora, tiene un filo peligrosísimo, pues muchas de ellas terminan subsidiando a sus violentos agresores y feminicidas. Me pregunto, entonces, ¿será posible participar de la política en forma autónoma y creativa, frente a estos procesos tan corrosivos y moleculares?
Desafíos y aporías en un presente brumoso
Bolivia está enfrentando un extractivismo de baja intensidad, como vasos capilares de un gran sistema de expoliación: las cooperativas mineras, que se han extendido por todas las regiones del país. Bajo la apariencia de un movimiento “popular”, con derecho al trabajo, se encubren grandes inversiones de capital chino, que subcontratan a empresarios “nacionales” y éstos, a su vez, subcontratan a las cooperativas, cada vez más poderosas, porque representan un importante caudal de votos para las sucesivas reelecciones de los gobiernos del MAS. Pude ser testigo del “bloqueo de las mil esquinas” en la ciudad de La Paz (agosto, 2023), cuando las Federación de Cooperativas Auríferas demandaba el ingreso a los Parques Nacionales y Áreas Protegidas. No gozaron de simpatía entre la población paceña y se retiraron sigilosamente a sus distritos, en las fronteras de esos parques y áreas protegidas. Un mes después se desataron grandes incendios en todo el trópico y subtrópico. Ardieron los bosques de San Buenaventura, Rurrenabaque y el sur del Parque Madidi. Entretanto, el Ministerio de Defensa se ocupaba de impedir el ingreso de bomberas y bomberos voluntarios/as. Ante esta abierta complicidad con los intereses incendiarios, pudimos participar de una marcha de protesta, convocada por una diversidad de sectores, sobre todo gente joven, activistas y defensoras de la Pachamama.
Resulta cómodo atribuir los incendios al “calentamiento global”, pero no podemos pasar por alto los intereses concretos de empresas extractivistas y agroexportadoras, que han gozado del respaldo de los gobiernos desde hace medio siglo. Abrir esos territorios a la voracidad depredadora de la minería aurífera se ha vuelto una constante durante los gobiernos del MAS, y su resultado más tangible son los recurrentes incendios de la época seca (mayo-octubre). Al otro lado de la cordillera que une las tierras altas con la Amazonía, las cooperativas mineras son causantes, directas o indirectas, de esta devastación ambiental, con graves efectos para la salud de la población, por el uso de grandes cantidades de mercurio.
Entre la minería del oro y los cultivos de exportación, Bolivia ha resultado ser el país con mayor índice per cápita de desforestación en todo el mundo11. Ello va aparejado al despojo de tierras a las comunidades productoras de alimentos, la agresión física y el deterioro de la salud. Por lo demás, el caudal numérico de votos no tiene como contrapartida el aporte al presupuesto público: la minería del oro casi no paga impuestos. Todo ello afecta la vida cotidiana, la economía familiar, e incluso incide en el alto consumo de alcohol y comida chatarra, con el resultado lamentable de una creciente degradación de la vida cotidiana. Misoginia, violencia familiar, feminicidios y secuestro de adolescentes se han vuelto una verdadera epidemia en los territorios ocupados por las cooperativas de la minería ilegal.
Los incendios e inundaciones han cobrado una dimensión personal y cotidiana en nuestra Colectiva Ch’ixi. A la sequedad excesiva le sudedió un período de torrenciales lluvias. Respirando nubes de ceniza, en octubre de 2023 he sangrado de la nariz y los oídos por varios días. Una compañera atestiguó con impotencia e indignación la pérdida de la casa de sus abuelos en el incendio de San Buenaventura. La familia responsable de la atención alimentaria en el Apio del Pueblo sufrió la pérdida de una sobrina, por el derrumbe de la pared de adobe de una casa vecina, en un barrio marginal de la ladera este. Entre marzo y abril —meses en que se inicia la estación seca— las tormentas cobraron muchas víctimas fatales en varios distritos de La Paz.
¿Cambio climático? Claro que sí, la alteración de las corrientes del océano Pacífico es una explicación científica tranquilizadora. Pero eso no debe impedirnos asumir la responsabilidad que nos toca, como sociedades y como personas. Están en juego intereses económicos específicos, tanto de parte de las grandes como de las medianas y pequeñas empresas que alimentan la demanda mundial de minerales, soya y otros productos del agronegocio. Estos son horrores cotidianos: nos dicen que debemos “acostumbrarnos” a ellos. Pero salta a la vista que hay mandatos sociales corporativos, vinculados a los intereses del partido de gobierno por perpetuarse en el poder. Con la censura o la autocensura en los medios de comunicación, estamos habitando una atmósfera política cada vez más enrarecida e irrespirable.
Las organizaciones que durante las luchas por la democracia representaban decisiones tomadas en asambleas con amplia participación, han cedido el paso a organismos subordinados al gobierno mediante mecanismos perversos de control y cooptación. Esto ya fue visible con la formación de CONALCAM (Consejo Nacional del proceso de Cambio), en sustitución de los Consejos y Federaciones campesinas, indígenas y obreras. Aquí-ahora, lo que fuera el Pacto de Unidad12, ha sido completamente subsumido a las estructuras de intermediación política dirigidas desde el gobierno del MAS.
«En estos procesos se advierte el legado de la revolución nacional de 1952, que liquidó la autonomía sindical y capturó a sus dirigentes, ofreciéndoles espacios de poder.»
Las organizaciones de base han tenido que pagar un alto precio a cambio de migajas, oportunidades de corrupción, o mecanismos que les permitan ejercer la dominación masculina. Actualmente, el Estado extiende su cultura de subordinación hasta los municipios más alejados. Lo grave es que las decisiones tomadas en asamblea se han vuelto una caricatura de la democracia de base, que tuvo tanta importancia en las luchas contra el autoritarismo del ajuste estructural. Frente a esta degradación, resulta urgente recuperar la memoria de procesos de autonomía organizativa, pluralidad y emancipación, vale decir, reivindicar un pasado signado por la huella libertaria.
La historia de los sindicatos anarquistas de principios del siglo veinte es una fuente de inspiración para enfrentar las crisis del tiempo presente. En los testimonios recogidos en el libro Los Artesanos Libertarios y la Ética del Trabajo13 pudimos escuchar voces de mujeres anarquistas como Petronila Infantes (culinaria) o Catalina Mendoza (florista), que interpelaban a sus parejas con palabras que hoy resuenan por su actualidad: “Tú hablas de libertad en la calle, pero en la casa eres un verdugo”. Esa forma micropolítica de resistir la dominación masculina, debe existir aún en los espacios privados, pero no es visible, ni tiene la fuerza pública que revestía en los años previos a la Guerra del Chaco (1932-1935). Hoy vivimos una marcada polarización entre izquierda y derecha, términos que han perdido todo sentido en la era de los populismos autoritarios y machistas, de inspiración “revolucionaria”. Superar el binarismo de la oposición izquierda-derecha es una tarea urgente, pues está anclada en un pasado ajeno: la revolución francesa del siglo dieciocho. Me pregunto: ¿lo que toca es estar en medio de esta polaridad? Pienso que la posición más adecuada para el momento actual es la de estar abajo, y no en el medio.
Los proponentes de esta mesa tienen razón al rechazar la idea del voto por el “mal menor”. Basta ver cómo les ha ido en Argentina; el apoyo acrítico al Kirchnerismo ha conducido a la elección de un personaje nefasto. Es indignante escuchar a Javier Milei diciéndose “libertario” y hablando de anarcocapitalismo. Lo que pasa es que nos están robando las palabras. Nos han expropiado la noción de pueblos indígenas, la de descentralización, las luchas por la democracia y el feminismo comunitario.
Para muestra basta un botón: en las primeras gestiones del MAS se creó el Viceministerio de Descolonización y la Dirección de Despatriarcalización. Una forma acotada y simbólica de incluir estas temáticas, subordinándolas al Ministerio de Culturas. No se contempla descolonizar o despariarcalizar los ministerios de industrias, educación, medio ambiente y agua, o las Fuerzas Armadas. Y ahora resulta que no podemos ser libertarias porque hay un señor que se ha apropiado de ese término, tan relevante para nosotras. Pienso que no podemos dejarnos robar las ideas que nos otorgan un sentido de continuidad con el pasado. Tampoco podemos confundirnos con el uso que hacen el Estado y la cooperación internacional de la idea de autonomía o descentralización, fundamentales para el movimiento anarquista. Enfrentar estas capturas discursivas requiere de una brújula ética, como base para la cohesión de nuestras acciones emancipatorias. Pienso en la ética a partir del modo aymara de vivir la comunidad, la organización colectiva y la acción pública. Esta ética se sustenta en el cuidado de la vida, en la solidaridad y en la coexistencia entre diferentes. A la vez, todo ello supone una visión a largo plazo, y por el hecho de ser abuela de dos nietas y dos nietos, el largo plazo me preocupa ¿qué mundo les estamos dejando a las nuevas generaciones?
Me resisto también a la fragmentación de las acciones de resistencia: vivimos metidas en casilleros: somos feministas o indianistas; somos ecologistas o anarquistas. La idea de lo ch’ixi es para mí una forma de superar la fragmentación que nos desmoviliza, para resistir las diversas formas de violencia, abiertas o encubiertas, y la que ejercemos contra nosotras mismas, como efecto de la culpa. No podemos vivir asumiendo las derrotas y sintiéndonos en falta por no haber hecho lo que debíamos. En aymara antiguo —soy eterna aprendiz de esta lengua— hay la palabra para decir gracias es: paysuma: si somos dos (o más), estamos bien; sólo es posible la gratitud si estamos con otra(s) persona(s). Extrapolando esta idea, diría que no podríamos resistir las violencias si estamos aisladas/os. Una persona no puede emanciparse, ni resistir individualmente, indiferente a las demás. Otra valiosa palabra aymara es pä chuyma, que significa vivir con el alma dividida, atendiendo a dos mandatos opuestos. Por ejemplo, la presión por ser modernas/os se contradice con la de buscar nexos con las culturas ancestrales. En la medida en que nos sintamos culpables de traicionar un mandato por atender al otro, terminamos viviendo una situación de impotencia y frustración, que para mucha gente se compensa con el cinismo y el hiperconsumo. ¿Qué haces cuando sientes tanta frustración? La degradación de la cultura alimentaria paceña me impele a responder con una caricatura: comes pollo broaster y tomas gaseosas. Por la ansiedad de poder y de consumo, eso les pasa a muchos varones de sectores populares en ascenso, y también a muchas mujeres. El aymara me ha permitido salir de esta aporía con el verbo payacht’aña, que quiere decir, estar en dos cosas, sin culpa, porque así nomás es la situación en el aquí-ahora14. Estoy en dos cosas: recibo un salario de jubilada en la universidad pública y a la vez cultivo papas y habas; hago rituales, pero también soy traductora del inglés al castellano. Mucha gente es consciente de estas situaciones de conflicto interior. La idea de lo ch’ixi, habitar la contradicción, nos hace menos vulnerables al discurso monológico del Poder (con mayúscula) y a las piruetas políticas del populismo patriarcal, que se ramifican en todos los espacios, reproduciendo el dualismo y la doble moral.
Por otra parte, hay gente que se aproxima al Poder con un afán arribista, y paga el precio de convertirse en fusible. Le ocurrió a un sociólogo aymara apellidado Quispe. En el Ministerio de Minería y Aguas le asignaron la tarea de gerenciar las represas que abastecen a la ladera este y a la zona sur de la ciudad de La Paz. Su cargo requería conocimientos técnicos de ingeniería e hidráulica, muy ajenos a su formación como sociólogo. El resultado fue una sequía y cortes del servicio de agua potable durante meses, en plena estación de lluvias del año 2016. Llegó un indio a la mitad de la escalera del poder y los de arriba se lavaron las manos, lo “quemaron”, como un fusible, echándolo de su “pega”. Al indio lo usaron y ahora que ya no les sirve, lo botan. ¿Quiénes? Unos intelectuales mestizos que se creen dueños de la verdad, usando el marxismo como Biblia, o el indianismo como poncho que oculta su ansiedad por gozar de cargos y prebendas públicas. Por un tiempo no más: hasta que les toque el turno de convertirse en fusibles, para que los de arriba puedan seguir en lo suyo, sin alcanzar —por designios más elevados— el último tramo de la escalera.
Micropolítica y comunalidad
Por esa serie de experiencias y enseñanzas de la historia, he planteado la necesidad de ejercer una micropolítica de resistencia, sustentada en la defensa de la vida y el amor por la Madre Tierra. En la Colectiva Ch’ixi practicamos una suerte de utopía anarquista enraizada en la realidad local. Nuestro servicio de alimentación se llama El Apio del Pueblo, en un guiño humorístico al viejo Marx, que pensaba en los asuntos espirituales como un opio del pueblo. Según un dicho popular, “hay que reír para no llorar”, y es evidente que el lamento por la terrible situación del mundo nos coloca en una situación de impotencia y dolor. Creo, sin embargo, que la posición de víctima es el peor lugar para desafiar al Poder. Para interpelarlo, tendremos que reconocer nuestra fuerza, hacer un uso calibrado de esa energía creativa y deseante, cuyo fundamento es la memoria. La memoria y el deseo han sido centrales para Walter Benjamin o Ernst Bloch15, de quienes me alimento con fruición. La idea de Benjamin de “imagen dialéctica” y la de Bloch de “conciencia anticipatoria” son el fundamento de una actitud que considero apropiada para nuestros tiempos. Una política sustentada en el deseo, en la profunda convicción de que la política —o la politicidad, como dice Márgara Millán— puede ser capaz de animar imágenes de futuro que nos ayuden a resistir las catástrofes ambientales y políticas con un gesto de aprendiz. Vislumbrar, así, ese horizonte incógnito con la idea de que no es posible renunciar al “principio” de la esperanza. Memoria y esperanza: cultivarlas con el mismo cariño con el que cultivamos un huerto, o cuidamos a un animal recogido de la calle, son gestos pequeños y amorosos, que nos ayudan a vivir sin sucumbir a la pesadumbre.
La memoria tiene diversos horizontes, según su profundidad: hay memorias remotas, memorias lejanas, otras más cercanas, pero todas ellas están en proceso de borramiento. Parecemos haber olvidado, por ejemplo, qué pasó en el año 2011 en el TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure) en cuya defensa hubo marchas, vigilias y acciones performáticas diversas. Me uní a una vigilia convocada por las Mama T’allas del CONAMAQ16 en la plaza San Francisco. Allí vivimos la represión de Chaparina (25 de septiembre), con la impotencia de no estar acompañando a las y los marchistas. Un compañero de nuestra colectiva estuvo allí y trajo semillas de tabaco. El tabaco no prospera en las alturas, pero en el Tambo de la Colectiva Ch’ixi han brotado estas semillas, y ya sus hijas y nietas están creciendo en nuestras huertas. Esas plantas representan para mí la memoria del TIPNIS, una memoria que se traduce en olores y sabores. El tabaco es amargo; lo usamos para fumigar cultivos y ahuyentar parásitos sin dañar la tierra.
En este contexto, creo que debemos pensar en los desequilibrios más que en las desigualdades: me refiero a los equilibrios o desequilibrios que afectan la brecha entre actos y discursos. Practicar lo que pregonamos, fumigando con tabaco y recordando al TIPNIS, nos libera de la cultura parasitaria que gobierna los asuntos del Poder. El falso indianismo que declara “soy indio”, usando una chalina de Norte Potosí o un disfraz de la Entrada del Gran Poder, resulta una caricatura, un aval de piel oscura para trepar y acceder a un puesto en el gobierno.
Como anarquista, no me interesa el Poder y, además, tengo la piel blanca, porque mi bisabuelo Fermín, pequeño minero en Corocoro y gran comerciante, se enamoró de una vasca exiliada de la Argentina de Rosas (mediados del siglo diecinueve). Eso me lleva a paradójicas situaciones: me creen india en el exterior, pero en La Paz me insultan como q’ara. Este término ha pasado a la jerga política boliviana como sinónimo de blancura, pero se trata de una mala traducción. Literalmente significa “pelado” o “pelada”, una suerte de desnudez cultural. Don José Clavijo, sastre anarquista y dirigente de la FOL, decía que q’ara es el burgués, una persona que vive del esfuerzo ajeno. No hago eso, ni deseo someter a nadie a mi soberana voluntad.
A veces caigo en situaciones grotescas que me provoca una risa irónica. Si hablo aymara con las vendedoras de una feria ¡piensan que soy gringa o pastora evangélica! En términos de un análisis cultural, lamento decirlo, lo que está ocurriendo es un acelerado proceso de pérdida lingüística, debido al marco modernista del sistema educativo y a la vergüenza social, paradójicamente exacerbada desde la llegada de un indio al Palacio de Gobierno. Aprecio mucho la lengua aymara, porque no tiene género gramatical. En castellano nos vemos obligadas a enfatizar la inclusión de las mujeres en los sustantivos y adjetivos. El aymara no requiere de ese esfuerzo lingüístico, difícil sobre todo a la hora de escribir. Pero, además, el aprendizaje (inconcluso) del aymara me ha permitido abrir el pensamiento a otras nociones, que quizás puedan tener un alcance teórico algo mayor.
Lo que corresponde es desarrollar una actitud selectiva en la forma de recuperar la doble herencia: europea e india, afincadas en la subjetividad ch’ixi17. Es necesario quitarle la hojarasca a esa Eeuuropa18, que se encuentra hoy en abierto declive. Allí, el pensamiento crítico se ha refugiado en universidades de élite, y sus docentes procuran
ponerse al día, porque tienen un estudiantado de diversa procedencia y de otros continentes. Tienen pues que ofertar ideas que resuenen mejor con esas realidades. Las paradojas suman y siguen: ahora los/as eeuurocétricos/as somos nosotros/as, mientras ellos/as hacen piruetas “decoloniales” para no quedar a la zaga de la historia.
En contexto, puedo decir que tengo un anhelo utópico de comunalidad. Rescato esa idea, planteada por Raquel Gutiérrez en el encuentro de Puebla (2015), a partir de los aportes de pensadores oaxaqueños como Floriberto Díaz. Estuve en su comunidad, Tlahuitoltepec, y pude escuchar su idioma, el Ayöök. Me sentí a gusto con las historias que recogí en esos días de fiesta, como la mitología Inca y la deidad solar pintadas en su escuela. Fue emocionante ayudar en la cocina y presenciar un concurso de orquestas filarmónicas que se desarrollaba en la plaza. En esos momentos, la casa de Tajëëw Díaz se llenó del olor a tamales para un ritual en la montaña, mientras su familia conversaba en Ayöök.
Fue Oaxaca una experiencia única, que me hizo dar cuenta del efecto que tuvo para la gente del Sur la insurrección zapatista, al eclipsar muchas otras realidades indígenas, desatando una especie de “zapaturismo”: todo el mundo andaba fascinado por el subcomandante Marcos y su florido lenguaje. Ese eclipse parece haber pasado, y ya son visibles otras formas de comunalidad y resistencia, ante los planes de destrucción que avanzan sobre México (el tren Maya es un ejemplo ominoso). El “occidente” quiere indios e indias “puras”, pero en muchas ciudades se están creando y defendiendo espacios para el bien común. Esas resistencias de bajo perfil resultan obliteradas por los medios de (des)información. Porque somos impuras, manchadas y zaparrastrosas, no encajamos en los estereotipos favorecidos por esos medios. Vivimos en la sombra, y resulta que habitar ese espacio difuminado puede tener más ventajas que desventajas.
Tenemos también otras herencias que recuperar, alimentadas por viajes y encuentros que he tenido la oportunidad de vivenciar, gracias a la Pacha, en cualquier lugar a donde voy. Porque para mí, la descolonización no es una teoría ni un paquete de lecturas para sacar recetas, tan grandilocuentes que nos pintan un horizonte de lejanía. Descolonizarse es una práctica cotidiana: se trata de levantar al indio o india que está enterrado en nuestra subjetividad y bajarle la soberbia a los conocimientos académicos, bajarles un poco la caña a los autoritarios y a las autoritarias que también pueden salir a flote en alguna ocasión.
En La Paz, nuestra comunidad urbana habita un espacio reducido, donde anhelamos vivir una utopía concreta, anarko–ch’ixi, manchada e impura. Aspiramos a la coherencia ética, a poner en práctica lo que postulamos como ideal, o al menos aproximarnos en lo posible a ese horizonte. En un terreno prestado, hemos tenido la experiencia física de hacer adobes, dinteles y reciclar ventanas y puertas, con manos propias. Recordamos lo que hicieron los constructores/as anarquistas en los años 1930 y 1940, para enfrentar la crisis económica de la posguerra. Erigieron con manos propias las casas de gente “pudiente”, y también viviendas en las laderas. En entrevistas registradas en los años 1980 se preguntaban: ¿Por qué no firman los maestros constructores esos edificios que albergan instituciones públicas o centros culturales? Las firmas las ponen los ingenieros-jefes, los alcaldes, ministros y presidentes, que ni idea tienen de cómo se construye un edificio.
Descolonizar el mestizaje es algo posible y necesario. Varios indios metidos en política me han encarado como mestiza: “los mestizos ya están fregados, son hijos de una madre violada”; vale decir, no cuentan con nosotras como parte de un esfuerzo colectivo de descolonización. Es que el blanqueamiento (forzoso o voluntario, literal o simbólico) expresa cabalmente una forma internalizada de colonialismo. Puede decirse que, en nuestro país, donde la discriminación es flagrante y cotidiana, todas/os estamos en un marco colonial, porque desde la escuela primaria nos han inculcado que hay gente superior e inferior, ya sea por lengua, color o nivel económico.
La gente que se cree superior, los “intelectuales del proceso de cambio”, han hablado por años, con desparpajo de ventrílocuos, a nombre del “pueblo” al que dicen representar. Pero hoy ya no tienen nada que decirle al país ni al mundo, están en busca de otros espacios y oportunidades para trepar, como la universidad pública. Fue una decepción escuchar discursos de universitarias/os gritando la consigna: “Viva Bolivia” en una marcha contra los decretos que promueven la deforestación. ¿Cuál Bolivia?, si la Amazonía ocupa un espacio transfronterizo en seis naciones de América del Sur. Otro ejemplo: en el lago Titicaca sería absurdo pensar que hay peces bolivianos o peruanos, su muerte por desechos tóxicos y truchas incubadas ha casi exterminado a la fauna ictícola de toda esa masa acuática, con graves efectos sobre las pesquerías de las comunidades aymaras y qhichwas de Puno y La Paz.
Aquí cabe recordar al fallecido activista ambiental y exguerrillero Hugo Blanco Galdós. En su periódico “Lucha Indígena” se registran innumerables atropellos contra el medio ambiente y los pueblos oprimidos del todo el planeta. En nuestro continente se ha ocupado de denunciar los incontables atentados perpetrados contra las comunidades, sus territorios y sus derechos. Al igual que en la franja de Gaza, eso se debe a la ocupación armada, que se impone con armas letales: la ley del más fuerte. En las fronteras internacionales de América del Sur son visibles formas más sutiles e insidiosas de estos hechos: fuerzas armadas o policiales corruptas, que extorsionan, amenazan o robar a la gente de a pie, que tiene que cruzar fronteras por cualquier motivo, en especial para buscar trabajo.
La utopía anarko–ch’ixi es inclusiva y pacifista: aboga por la abolición de violencias, cárceles y ejércitos, cuyos atentados contra las comunidades, las mujeres y el medioambiente son cada vez más perversos, anunciando una especie de apocalipsis o fin del mundo. Pero las visiones catastrofistas son funcionales al sistema. Una historia contada por Airton Krenak, de la chiquitanía brasileña, es ilustrativa al respecto. Lo habían llamado de Brasilia unas señoras, alarmadas porque el 12 del mes 12 del año 2012 iba ser el “fin del mundo”. Querían alguna fórmula para detener o postergar esa catástrofe. Airton les respondió: “¿Para qué quieren parar el fin del mundo? De una vez que se acabe esta sociedad dañina. Podremos morir, pero la tierra sobrevivirá, libre de basura y destrucción ¿es que acaso quieren acabar encerradas en los supermercados?”19
Tales ideas nos ponen a salvo de una macropolítica frustrante, que nos ha desencantado desde hace muchos años. Y nos impelen a optar por pequeños gestos y acciones: una micropolítica que puede irradiar memorias, esperanzas, y la posibilidad de convivir entre diferentes. Estamos viviendo el “tiempo de las cosas pequeñas”, no apto para grandes acciones. ¿Quiénes nos creemos, para pensar que podríamos “salvar al planeta” de las calamidades del mundo actual? La Pacha es más grande que nosotras, tiene recursos de auto-renovación, o al menos eso es lo que anhelamos. Lo último que tenemos que perder es la esperanza: la prefiguración de un futuro más habitable, o la conciencia anticipatoria del deseo, que podrá exceder nuestro tiempo de estancia en esta tierra. Por eso creo que no deberíamos estancarnos en lo que va a pasar mañana, o en la siguiente elección.
En el Tambo Colectiva Ch’ixi hacemos lo posible, a escala humana, por alimentarnos y difundir los ideales anarquistas, resguardados en el Archivo Luis Cusicanqui de nuestra biblioteca. Esta herencia nos ha enseñado a unir teoría y praxis, trabajo manual y trabajo intelectual, y a respetar la diversidad de opciones (sexuales, políticas, religiosas) de cada quien. La tarea de conciliar la individualidad con la comunidad es difícil, pero no imposible. Unir el estudio con el trabajo y la teoría con la práctica, son los legados del anarquismo cholo, que se basaba en la afinidad de oficios y de pertenencias culturales. Pese a las cárceles, deportaciones y asesinatos que sufrieron, lograron construir relaciones de comunalidad; realizaron eventos teatrales y reuniones literarias, desafiando todo tipo de adversidad, y así lograron difundir sus ideales libertarios en forma sencilla y eficaz.
A diferencia del marxismo, la tradición anarquista no tiene un Gran Libro: tiene una pluralidad de ideas, debates y corrientes, que fueron selectivamente incorporadas por las comunidades gremiales y uniones sindicales de la FOL, la FOF y la FAD. Desde la Federación Obrera Local y la Federación Obrera Femenina, sus militantes apoyaron al movimiento de caciques apoderados en su lucha por la restitución de las tierras comunales usurpadas en medio siglo de expansión latifundista. La Federación Agraria Departamental, fundada a fines de 1946, vivió un breve período de febril actividad, fundando decenas de escuelitas rurales autosustentadas y uniones sindicales de labriegos en el Altiplano paceño. A raíz de la rebelión indígena de 1947 fueron acusados de ser sus promotores. Los labriegos y sus aliados pasaron años en el Panóptico de La Paz. La represión se ensañó con ellos: confinados en el Ichilo, una región tropical de Santa Cruz, murieron por docenas. Unos pocos fueron amnistiados, para volver agonizantes a sus comunidades. A pesar de tanto sufrimiento, nos contaron las peripecias de su historia, confiando en que sabríamos preservar esa memoria y darle nueva vida. Hoy la opción de vivir bajo el radar de estados y políticos corruptos se afinca en muchas partes, reactivando para el aquí-ahora los ideales emancipatorios que animaron sus luchas.
La consigna anarquista de “vivir sin patrones ni peones” sigue vigente en muchas formaciones comunitarias de nuestro continente. No necesariamente ostenta el marbete anarquista, puesto que la carga de estigma que soporta ese término es aún muy pesada. Me refiero a una diversidad de comunidades autónomas, autogestionarias, que viven de su propio esfuerzo. Entre ellas, hay comunidades urbanas de afinidad, que son especialmente importantes, pues construyen día a día el andamiaje de una vida mejor en los barrios y localidades suburbanas de grandes y pequeñas ciudades. Desde nuestro pequeño terreno y casa común en La Paz intentamos irradiar esos ideales a través de diversas formas de trabajo, afinidad e historias compartidas. Pequeñas cosechas de alimentos, libros, fanzines y artesanías nos ayudan a crear comunidad sin reuniones agotadoras ni debates estériles. La Cátedra Libre, en más de una década de vida, se ha convertido en un espacio de aprendizaje que nos junta dos veces al año con compañeras/os de todo el continente. Así le hacemos frente a la lógica totalitaria del sistema-mundo, con acciones en pequeña escala, para afirmarnos en el deseo seguir existiendo. También nos dan impulso para recuperar la memoria y combatir sin aspavientos las macropolíticas estatales, cuya principal intención es generar desconcierto, neutralizar las energías creativas de las poblaciones y provocar un estado de estupor y amnesia colectiva. Con el alma y en voz alta les decimos: ¡No pasarán!
2 Silvia Rivera Cusicanqui es socióloga boliviana de ancestro aymara y sefardita. Sus trabajos hacen énfasis en la historia regional, la memoria colectiva y la imagen como documento social. Ha sido docente de la Carrera de Sociología, UMSA (La Paz) hasta su jubilación en 2014. En 2019 recibió el doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Luis (Argentina). Ha publicado numerosos artículos, y libros, entre los que destacan: «Oprimidos pero no Vencidos». Luchas del campesinado aymara y qhichwa, 1900-1980 (1984); Las Fronteras de la Coca. Epistemologías coloniales y circuitos alternativos de la hoja de coca (2010); Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis (2020), y Sociología de la Imagen (2023). Actualmente ejerce la docencia libre en el espacio autogestionado Colectiva Ch’ixi (La Paz), donde coordina dos veces al año el Seminario Sociología de la Imagen. ⇑
3 Ver el prefacio a la segunda edición autogestionada de Un Mundo Ch’ixi es Posible. Ensayos desde un presente en crisis. La Paz, Piedra Rota, 2023. ⇑
4 En el contexto de los debates sobre el nuevo texto constitucional (2009), este término se refería a una coalición conformada por las autoridades departamentales de Pando, Santa Cruz, Beni, Tarija y Chuquisaca. Para el 2020, tal alianza se había reducido a las tres primeras. Representa los intereses del agronegocio, la disputa por tierras e intereses mafiosos, que se suben a la cresta de la ola de demandas democráticas legítimas de la gente de a pie. ⇑
5 [N. del E.] Juan José Torres (1920-1976) fue un general boliviano considerado de izquierda y progresista, que gobernó brevemente Bolivia entre 1970 y 1971. Se destacó por implementar políticas económicas nacionalistas, mantener relaciones cercanas con movimientos sociales y sindicatos, y adoptar una postura crítica hacia la influencia estadounidense. Su gobierno contrastó con las dictaduras militares de derecha predominantes en la región, al proponer reformas como la «Asamblea Popular» y favorecer políticas pro-obreras. Torres fue derrocado por un golpe militar en 1971 y posteriormente asesinado en el exilio, ⇑
6 En Wut Walanti: Lo Irreparable (1992) quise metaforizar el terror de esa violencia represiva, contrastándola con la violencia creativa del escultor aymara Víctor Zapana, tallando con energía una serpiente de piedra, mientras hablaba de una hija suya desaparecida. ⇑
7 Dos años antes, el CINEP había publicado mi informe de investigación, Política e Ideología en el Movimiento Campesino Colombiano. ⇑
8 El caso de los ferrocarriles fue una completa estafa. La Empresa Nacional (ENFE) fue entregada a empresarios chilenos que liquidaron el stock de ferrovías, repuestos y maquinaria de mantenimiento, dejando varios “cementerios de trenes” (Guaqui, Uyuni, etc.) como penoso espectáculo turístico. ⇑
9 [N. del E.] El proceso de Capitalización en Bolivia fue el término utilizado para referirse a la privatización de las empresas públicas en el país durante la década de 1990. Este proceso implicó la transferencia parcial de acciones de las empresas estatales a inversores privados, bajo el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada. ⇑
10 [N. del E.] Recordar que este texto es una adaptación realizada por Silvia Rivera Cusicanqui de su ponencia original en la mesa «Luchas comunitarias contra el avance del conservadurismo y las alternativas al ‘fin del mundo’ en América Latina». (Ver nota al pie N° 1). ⇑
11 [N. del E.] En 2023 Bolivia se convirtió en el tercer país del mundo con mayor pérdida de bosques primarios. Si estas cifras son consideradas en términos relativos a la población, el país asciende al primer lugar. ⇑
12 El Pacto de Unidad participó, con su propia agenda, en la Asamblea Constituyente entre 2007 y 2009. Estaba conformada por la COB, la CSUTCB, la Confederación de Mujeres Bartolina Sisa y las organizaciones indígenas CIDOB (Consejo Indígena del Oriente Boliviano) y CONAMAQ (Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu). Como se sabe, esta agenda fue traicionada en el Parlamento, por negociaciones directas del vicepresidente García Linera con representantes de la “media luna”, que se ocuparon de limitar aún más los alcances del nuevo texto constitucional. ⇑
13 La primera edición de este libro se publicó en 1988, motivando la expulsión de las coautoras, Zulema Lehm y mi persona, del Taller de Historia Oral Andina. Este año hemos editado una nueva versión, corregida y aumentada, recuperando otros trabajos míos y un nuevo prólogo. Ver Rivera y Lehm 2024, ediciones Piedra Rota, La Paz. ⇑
14 Agradezco a Godolfredo Calle Vallejos, sociólogo y comunario de Aypa Yawruta (provincia Pacajes) por las enseñanzas que imparte dos veces al año en la Cátedra Libre de la Colectiva Ch’ixi, con su Taller sobre “El potencial ético y teórico de la cultura aymara” ⇑
15 . Del primero existen numerosas ediciones y traducciones póstumas, entre las que destaco sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”, y The Arcades Project, traducido como El Libro de los Pasajes. De Bloch, la edición más conocida es la publicada en Madrid en tres volúmenes: El Principio Esperanza (2004-2007). Este libro fundamental fue escrito y reescrito entre 1938 y 1947, durante su exilio, del que retornó después de la caída de Hitler. ⇑
16 Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu, organización que en ese entonces tenía una fuerte impronta femenina, de modo que las Mama T’allas hicieron un llamado autónomo a apoyar la marcha, y se pusieron en contra de los Mallkus (dirigentes varones), que persistían en su fidelidad a la política estatal. ⇑
17 Cabría aclarar que la idea de lo ch’ixi es, en cierta forma, un modo de nombrar lo mestizo, con el complemento de que se trataría de un mestizaje descolonizado, o en proceso de descolonización. Algo que implica necesariamente el reconocimiento de los aspectos colonizados que portamos en el alma mestiza. No es una marca de piel sino un modo de relación con la gente, y con la vida en la tierra. ⇑
18 Neologismo propuesto por el geógrafo brasileño Carlos Walter Porto Conçalves, para referirse al mundo “occidental” que puede resumirse en la conjunción Europa-EEUU. ⇑
19 La novela distópica de Mario Murillo y Diego Loayza La Isla Trasnochada (autoría conjunta bajo el pseudónimo Belisario Flores) relata el encierro voluntario de un grupo de personas en un gran centro comercial de la zona sur paceña. Agobiados por la paranoia, se hacen trizas entre sí, ante los rumores de que una horda de indios vengativos los iba a masacrar. ⇑
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