Seis viñetas para comprender el racismo: la experiencia de noviembre de 2019
Virginia Ayllón 1
Septiembre 2024
Evidentemente, la crisis de 2019 evidenció que más que la capacidad de nominar, lo que el poder privilegia en esos momentos es la selección de la memoria. Qué vamos a recordar, o más bien, qué es bueno recordar y qué es mejor olvidar es la consigna del poder porque en esa selección establece su narración futura, su capacidad de perpetuarse, precisamente, en el poder.
Resumen
El texto es un ejercicio de análisis de la crisis política de 2019 en Bolivia, cuando el expresidente Evo Morales dejó el gobierno. Sobre todo, se enfoca en cómo la población se enfrentó a dos narrativas políticas: fraude electoral-golpe de Estado. Con una metodología cercana al testimonio, el texto es a la vez una puesta en palabra de la experiencia vivida, así como la reflexión a partir del pensamiento de académicos y analistas políticos. Hay consideraciones sobre la memoria, el olvido y la incapacidad de nombrar en la crisis de 2019. Posteriormente, el análisis se detiene en el racismo, explorando sus relaciones con la micropolítica. Finalmente, el texto concluye con una propuesta relacionada con estos temas.
Palabras clave: Bolivia, Racismo, Izquierda, Derecha, Micropolítica.
Lo que sigue a continuación es una lectura personalísima de la crisis política de noviembre de 2019 en Bolivia.
En este caso, personalísima es la metodología del texto porque se aleja, pero no tanto, del esquema clásico académico (introducción, metodología, resultados, discusión). Asimismo, ha tomado la forma de viñetas en el entendido de que son, como define la RAE “recuadros de una serie [que] compone una historieta”. En este caso, la viñeta nos permite alejarnos, pero no tanto, del texto corriente, hilado, estructurado, sin llegar al extremo del fragmento, aunque la historia de la crisis del 2019 continua en estado fragmentario. Con todo, las reflexiones de aquí y de allá, y la historia que pese a quien pese sucede día a día, ha dado ya como resultado explicaciones cada vez más redondas (esto es, no lineales).
Finalmente, y siguiendo con la metodología, la voz narrativa del texto combina la de la primerísima persona —cayendo casi en lo testimonial— con la referencia, paráfrasis y cita del pensamiento de otros autores.
La mescolanza ha dado como resultado un texto como el que hemos reclamado toda vez que hablamos de racismo: o lo hacemos en primera persona o reproduciremos la insana práctica de transferir al nunca jamás la reflexión sobre nuestro papel en este mal. De ninguna manera este texto tiene como objetivo convertirse en una pedagogía o siquiera una didáctica. Es apenas un ejercicio, otra vez, personalísimo.
Viñeta 1: yo y el golpe de Estado/yo y el racismo
A pesar de que la formulación gramatical del subtítulo es incorrecta porque el pronombre debe ir al final de la proposición, he elegido esta forma para que no quede duda de que me estoy poniendo en primera persona y aunque muchos animan esta postura, en realidad la alientan para los demás, pero nunca para sí mismas.
Para este ejercicio, más que les incitadores a hablar en primera persona, me anima Michel de Certeau, quien en 1972 inicia una ponencia diciendo “Nada me autoriza a hablar de la cultura, no tengo ninguna carta credencial” (Certeau, [1974] 2004: 179, resaltado original). Lo mismo, no creo tener las credenciales que me autoricen a hablar del golpe o del racismo, salvo que literalmente me vacíe en este espacio, cosa grave, pero ya he dicho que o ponemos el espejo hacia nosotras o seguiremos hablando de ellos/as —los pobres, las mujeres— como si tal cosa. El académico, la académica tiene una ventaja y es que puede (y a veces debe) establecer una distancia. Pero yo no soy académica, por lo que esa tabla de salvación me es ajena.
Desde fines de los 70 y hasta mediados de los 80 del siglo pasado fui militante de un partido de izquierda en Bolivia. Como parte de esa militancia ejercí también de dirigente universitaria. Entonces, he conocido de primera mano las huelgas de hambre, las marchas, los ampliados, las expulsiones, la formación de cuadros, la prensa partidaria, las asambleas, los informes políticos, las alianzas, las cotizaciones, las defecciones, las delaciones, los golpes, la resistencia y la cárcel. Creo que también, como parte de esa forma de ver la vida, dejé la militancia junto a un grupo de rebeldes librepensadores, a quienes ya no nos hacían gracia las prácticas autoritarias de las direcciones partidarias. Personalmente también me afectó mucho la doble moral de los militantes “top” del partido en que militaba pero que, en realidad, era la práctica común en esa izquierda setentera y ochentera: hablar de los pobres o del pueblo, pero vivir alejados de ellos, hacer la vida cotidiana, familiar, afectiva y profesional en el otro lado, tal vez el que denunciábamos como burgués o pequeño burgués.
Las actitudes de valentía de quienes llegaban a dar la vida por el pueblo siempre me impresionaron, aunque pocas veces las pude comprender. Había cierta tendencia hacia la muerte; dar la vida era una máxima suprema.
En esa corta vida de militante viví de primera mano la huelga de hambre de 1978 para sacar a Banzer del poder e imponer el retorno de la democracia y la amnistía general. Esa vez fue la primera que conocí la cárcel. Los golpes de Natusch Busch y García Meza los viví, literalmente, en carne propia.
Cuando la izquierda tomó el poder en 1982, el partido en el que militaba me pidió que desempeñe un cargo menor en el Ministerio de Trabajo, fue la primera vez que desacaté una orden del partido. Por supuesto que seguí siendo izquierdista y nunca se me ocurrió ser de derecha, aunque la división derecha-izquierda se complicó en el siglo XXI. Hay que tener un ojo muy abierto. Lo tuvimos, por ejemplo, cuando apoyamos la marcha de los indígenas de etnias amazónicas de Bolivia contra una mega carretera promovida por la iniciativa IIRSA-COSIPLAN2 que según el populista Evo debía pasar por su territorio. ¿Tuve ese ojo bien abierto cuando sucedieron los hechos de 2019?
Tratando de no repetir el esquema militante de izquierda, que habla y vive (trabaja, escribe, hace proyectos) de los pobres, pero cuya residencia y su vida se alejan de lo popular, escogí vivir en un barrio popular porque creía, de verdad, eso de que lo popular era propietario de la ética del futuro (ética que muy pronto se desdibujó especialmente por el trato que daba “lo popular” a las mujeres, les ancianos, les niños y les animales) y yo quería estar en ese mundo. De esa manera, yo vivo, más bien, en un barrio de apoyo “duro” a Evo Morales y lo que viví en 2019 fue otra cosa, desde el otro lado, digamos.
Estos barrios, que yo los denomino “los barrios marginales de la zona sur” (zona rica de la ciudad), me enseñaron varias cosas; y enseñar, en este caso, quiere decir develar o sacar velos, los de mi idealización en primer lugar. Quién sabe si ese candor con que yo enfrentaba mi izquierdismo venía de mi veta literaria, desde la que posiblemente seguía creyendo en mis primeras lecturas de La Madre de Gorki, novela que ahora no recomendaría, como ya no recomiendo la poesía revolucionaria de Oscar Alfaro para lectores infantiles. Aunque debo decir que, si bien Gorki ya salió definitivamente de mis lecturas, Oscar Alfaro aún es parte de ellas porque es un autor muy diverso, a veces desigual, pero con algunos hermosos cuentos y poemas.
Eso no más. O sea ¿viví el 2019 con la cabeza en esas lecturas? No, por cierto, pero mi caos comenzó cuando presencié la transformación de mis vecinos. La mayoría eran prósperos emprendedores, con casas y autos lujosos, consumos muy modernos, incluyendo la opípara y poco sana comida. Mis vecinos que cada fin de semana celebraban su adscripción a la modernidad con bombos, platillos, baile y mucha cerveza; ellos, cuyos hijos estudiaban en los colegios privados de la zona sur y en las universidades también privadas de la ciudad. Mis vecinas incluían a varias que trabajaban como trabajadoras del hogar en lujosas casas de la zona sur y decían “mi jefa” a sus empleadoras.
Esos vecinos míos, de pronto (e igual que en 2003) se volvieron soldados de su sindicato y su central agraria. Aunque yo no pertenecía a ninguno de ellos, como vecina debía incorporarme a las movilizaciones porque ya vi las consecuencias si no lo hacía. Con miedo, pues, estuve en las marchas y las vigilias nocturnas de noviembre de 2019. Todo era muy organizado. A la entrada del barrio se ubicó el comando central, que eran los líderes originarios y de los sindicatos. Ellos nos daban órdenes a los grupos que en cada esquina hacíamos barricadas y vigilias nocturnas y además controlaban que estuviéramos en las marchas: la de la mañana era de las autoridades, la del mediodía era la de las mujeres y la nocturna de los jóvenes y hombres que bajaban a la zona sur.
Algunas vecinas lloraban al ver partir a sus hijos en esa marcha nocturna. ¡Con toda razón lloraban mis vecinas porque los jóvenes morían en esas marchas! Esas terribles noches velamos a tres de esos jóvenes. Teníamos palos que nos repartieron los carpinteros de un barrio cercano, aún tengo el mío. Yo sacaba maderas y preparaba té para la noche, que era larga. Generalmente las mujeres nos quedábamos hasta la madrugada, lo varones farreaban y se iban a dormir antes que las mujeres.
El primer día pregunté contra quién hacíamos la barricada y me respondieron que contra la policía y me sumé convencida. Yo sabía armar barricadas, lo había hecho en el golpe de Natusch Busch. En ese golpe de Natusch, la Federación Universitaria Local nos repartió los lugares para armar barricadas y a las carreras de Sociología y Arquitectura nos destinaron la Tumusla esquina Buenos Aires. Hicimos una barricada bien alta, con las tarimas de los puestos del mercado, las señoras vendedoras nos ayudaban y logramos que no pase la tanqueta que venía desde la Garita de Lima.
Como toda charla de mujeres, las de las vigilias de 2019 eran también deliciosas, mis vecinas estaban con mucha rabia y entre risa y risa jugaban a cómo mejor matar a Camacho, a quien culpaban del golpe. Otra noche, los jóvenes vinieron con la orden de ir a quemar la escuela del barrio que el Evo había construido. Varias protestamos y esos jóvenes nos gritaron: “¡No vamos a dejar en pie nada de lo que ha hecho el Evo para nosotros, los derechistas no van a disfrutar de eso; hasta la Casa del Pueblo vamos a quemar!”. Nos ordenaron y con nuestros palos bajamos corriendo hacia la escuela, pero nos topamos con otro grupo de vecinos, también con palos, dispuestos a resguardar la escuela. Ellos ganaron. ¿Iba yo a participar en la quema de la escuela o cómo iba a salirme de esa locura?
La noche final, los jóvenes chasquis del comando central decían: “Los rusos y los chinos van a venir a salvarnos, en aviones van a llegar”. Después dijeron que si venían los militares había que dejarlos pasar porque ellos estaban con el Evo, pero a los policías había que detenerlos porque ellos traicionaron al jefe. No, me dije, y no sabía cómo decir que esa actitud era una locura, una ingenuidad suprema, que los policías y los militares actúan juntos en estas cosas, que por favor tuviéramos cuidado.
Tal cual, a las dos de la mañana una camioneta con militares y policías se paró en mi calle. Yo temblaba, miraba desde una ventana cuasi oculta, con la luz apagada. Había metido a mis perros a la cocina para que no ladraran. Mi hermana me llamaba por teléfono pidiéndome que me cuidara porque la noche anterior la marcha de la noche de mis vecinos llegó a su barrio, apedrearon su casa y ella estaba con sus dos nietos, sus cuatro perros y siete gatos, todos agazapados, llorando en la cocina. Tenía la misma sensación de cuando allanaron mi casa en los 80, ese miedo mezclado de forzada racionalidad para enfrentar lo que viniera.
«Dejaron los militares y policías su camioneta parqueada casi en mi puerta y fueron a caminar por las calles del barrio. El silencio era denso. Volvieron, se fueron en la camioneta y a los 10 minutos oímos las ráfagas.»
Al día siguiente velamos.
En las tardes yo salía a buscar pan y lo que fuera para mis perros. Veía la organización marcial de todo el barrio y a medida que bajaba hacia la zona sur, era otro el panorama. Mi vecino me dijo: “tenemos que luchar por nuestros derechos” y la vecina que vende flores me dijo: “tenemos que recuperar nuestra democracia”. No los entendí porque mi memoria me devolvió a la experiencia de “recuperar la democracia” cuando las dictaduras de Banzer o García Meza y no veía nada en común ese 2019. Recuerdo que mirando a la vecina florista pensé: más bien parece que alguien necesita un “golpe” para recuperar “su” democracia.
Pero, como dije antes, el 2019 fue también una crisis de racismo y a eso voy. ¿Soy racista? Claro que soy racista. A estas alturas de la vida no puedo caer en la hipocresía de denunciar el racismo y afirmar que es una rémora del colonialismo que afecta a todos/as —indígenas, criollos, ricos y pobres, mujeres y hombres, niños y niñas, al Estado y a toda la sociedad— excluyéndome desvergonzadamente.
Del anarquismo que abrazo me gustan mucho los alegatos éticos del estilo de la Emma Goldman, de Carlos Taibo, o de Max Stirner, pero especialmente de Henry David Thoreau. Con ese espejo ético me he enfrentado a mi práctica racista, derribando mis propias resistencias porque ¡vaya que se naturalizan!
Reconozco que, para nosotras, las mujeres de clase media, el lugar privilegiado de racismo es el llamado “servicio doméstico” del que nos beneficiamos por la estructura de dominación y que, por lo tanto, es un tema de clase y racismo, pero también de género. Recuerdo que cuando alguna vez reclamé que las feministas debíamos debatir este tema, una compañera me contestó airada: “¡No tenemos que hacerlo! Es la sociedad entera la que debe hacerlo porque toda ella se benéfica de ese trabajo”, y yo me dije: “sí, pero hay una relación colonial y discriminatoria entre dos mujeres y eso nos atañe a nosotras”.
En este tema recuerdo que siempre he tenido peleas con mi familia porque esas señoras que “me sirvieron” fueron y son amigas hasta hoy. En esas peleas familiares tuve que reconocer el racismo de mi adorada abuela y también de otros miembros de mi familia (tal como alguna vez tuve que reconocer mi machismo y el de mi padre).
También recuerdo una hermosa historia de amor que tuve con un campesino que no prosperó porque él me dijo que yo lo dejaría pronto por razones de clase. No dije que sí, pero tampoco que no. ¿Fui racista aquella vez, incluso contra mí misma, contra un hermoso sentimiento? No lo sé, pero es totalmente posible.
Me han asaltado algunas dudas sobre mi comportamiento y mis palabras cuando protesté por el mal trabajo de algunos albañiles, cerrajeros, choferes de minibús o radiotaxi, plomeros y electricistas. Me daba y me da mucha rabia su evidente machismo cuando me tratan mal, me cobran más o hacen mal trabajo cuando la que negocio soy yo, la mujer soltera y ahora vieja. Pienso cómo a una mujer sola, indígena y vieja la tratan así de mal los funcionarios públicos, de los bancos o de las tiendas. ¡Deberíamos unirnos las mujeres solas y viejas contra los racistas de toda laya! Varias veces he debido llamar a mi cuñado o a un amigo para que me lo negocien y la distancia de trato, precio y eficacia del trabajo fue grande. Es posible, no lo negaría que se me haya salido alguna palabra racista en mi protesta.
Lo que también debo confesar es el racismo que sufrí por mi color de piel, al menos en tres oportunidades: en el Colegio Instituto Americano, por parte de mis compañeros que incluso ahora son amigos y amigas y creo que no se daban ni ahora se dan cuenta de que fueron racistas conmigo. La segunda, en una universidad privada de La Paz, por parte de estudiantes, docentes, a veces autoridades y especialmente administrativos. Lo mismo, creo que ninguno de ellos se daba cuenta de lo que hacía, lo único cierto es que yo lo viví y sufrí como racismo. La tercera, en una librería de viejo en Buenos Aires cuando el librero me dijo que yo, como bolita, no tendría dinero para comprar esa primera edición de los Poemas y antipoemas de Nicanor Parra. A mi insistencia me dijo que costaba 35 dólares; tome un billete de 50, se los tiré en la cara y me fui con ese hermoso libro.
Viñeta 2: de lo innombrable
El 2019 evidenció que la incapacidad de nombrar es parte de la crisis. Desde el nacionalismo del MNR, la resistencia a las dictaduras militares y al neoliberalismo, estuvimos acostumbrados al simbolismo de las identidades “revolucionarias”. Así, el guardatojo, la pollera, la wiphala, la huelga, la marcha, e incluso el bloqueo, simbolizaban lo que para entonces se calificaba como pueblo.
Entonces, lo que se ha conocido como el movimiento de las pititas ¿fue una rebelión? Esta fue una de las confusiones más duras para la clase media en general y la izquierdista3 en particular, y son pocos los estudiosos que enfrentan su calificación. Por ejemplo, Luis Tapia (2022: 166) inicia su reflexión indicando que “La configuración política pueblo se caracteriza por su historicidad”. Esta observación nos sirve para advertir que la facción izquierdista del MAS ha petrificado la noción de “pueblo” de los años 70 (precisamente representada por el guardatojo, la pollera, la huelga, la marcha). Esa izquierda, habituada al programa de «defensa del voto», hubiera preferido que la movilización de 2019 hubiese venido de los llamados barrios marginales de La Paz y de El Alto; y no que se produjeran en los barrios de clase media alta de La Paz.
«Pero esa izquierda olvida (memoria recortada) que ella misma habita esos barrios, que son vecinos de esos barrios de la ciudad. Ese conflicto ético y moral salió a luz cuando sus vecinos (a veces sus hijos) formaban parte de las pititas.»
Bien, retornando a Tapia, él considera que, en 2019,
el pueblo se constituyó en un momento de convergencia de la acción contra la oligarquía política gubernamental, a partir de algunos núcleos de organización social en algunas regiones; la forma básica fue el comité cívico, y en otros fue importante el espacio, no necesariamente la junta vecinal sino el espacio vecinal en el que de manera autónoma pero convergente los vecinos se organizaron para los bloqueos y las vigilias (Tapia, 2022).
Convergentemente, para Cortéz (2022: 307) se trató de una “masiva y sostenida movilización [que] fue una expresión típicamente rebelde, sin raíces ni perspectiva revolucionaria, carente de proyecto político propio”.
Para Zegada (2022: 196) más bien fue una “intensa movilización ciudadana” con dos características. Por un lado, que esta crisis tenía sus bases en “contradicciones estructurales irresueltas (…) las desigualdades socioeconómicas, (…) intereses cívico-empresariales del oriente y las heridas étnico-culturales que provienen de una memoria de exclusión y racismo colonial” (2022:198). Por otro lado, coincidiendo con Cortéz, fue una movilización que no supuso “la emergencia de una identidad política alternativa” (2022:198).
Se podría argumentar que las fuentes que uso en esta viñeta —Cortéz, Tapia y Zegada― corresponden a un lado del asunto, pero ya es sabido que otra cosa que nos dejó el 2019 fue un mundo reducido a que si estás con los pititas o contra los pititas; con el proceso de cambio o contra ese proceso; con el pueblo o contra el pueblo, etc., etc. Pasa que el otro lado es el del golpe, pero antes es preciso también referir al olvido y la memoria del 2019.
Viñeta 3: de la memoria y el olvido
Evidentemente, la crisis de 2019 evidenció que más que la capacidad de nominar, lo que el poder privilegia en esos momentos es la selección de la memoria. Qué vamos a recordar, o más bien, qué es bueno recordar y qué es mejor olvidar es la consigna del poder porque en esa selección establece su narración futura, su capacidad de perpetuarse, precisamente, en el poder.
Es totalmente llamativo que el 2019, los movimientos sociales hayan apostado por el olvido y hay quienes creen que esta memoria recortada fue una especie de pago por los favores recibidos: “Para estos simpatizantes, el paso de la pobreza a la clase media y el orgullo de tener un presidente indígena prevalecían sobre sus preocupaciones por la corrupción y los daños medioambientales asociados al proyecto de desarrollo extractivista” (Kennemore y Postero, 2022: 883)
Ese olvido incluyó, al menos: la represión a las organizaciones indígenas que marcharon desde el territorio del TIPNIS hacia La Paz en 2011; la brutal represión a las personas con discapacidad en 2012 y 2016; los grandes incendios forestales en la región de la Chiquitanía en 2019, precedidos por la promulgación de las llamadas “leyes incendiarias”, ligadas a la ampliación de la frontera agrícola, permitiendo el chaqueo o uso del fuego para la habilitación de nuevas tierras de cultivos4. Olvida, asimismo, la represión al pueblo potosino y sus dirigentes que protagonizaron una larga huelga reclamando regalías para su departamento.
La memoria recortada también apuntó a olvidar “el trato favorable hacia los grupos más concentrados de capital, como prueban las excepcionales ganancias del agronegocio, la banca o las importaciones (legales e ilegales)” (Cortéz, 2022: 311).
Olvida la arremetida sostenida por el gobierno del MAS contra los pueblos indígenas, que se inicia en los debates de la Asamblea Constituyente y que pese a la retórica de la autonomía indígena en la nueva Constitución, en realidad se destinan escasos siete curules para los 36 pueblos indígenas reconocidos en la CPE. Esta arremetida incluyó la promulgación de leyes como la Ley Nº 073 de Deslinde Jurisdiccional, de 2010, que en actitud colonialista y paternalista restringe las competencias de la justicia indígena en ámbitos como el penal, familiar e incluso territorial. Esta ruta del gobierno de Evo Morales y su partido el MAS contra los pueblos indígenas concluye en el ataque furibundo del Estado Plurinacional a los pueblos indígenas para imponer sus proyectos extractivistas como, por ejemplo, las megahidroeléctricas de El Bala, Rositas y otras5.
Varias cosas más se olvidan, como que, a pesar de la retórica sobre la Madre Tierra, en 2011 el gobierno del MAS aprueba la Ley N° 144 de Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria, que autoriza por primera vez en Bolivia la producción, importación y comercialización de productos genéticamente modificados (transgénicos). También queda en el olvido el proceder francamente misógino y patriarcal de Evo Morales y de varios dirigentes y dirigentas del MAS.
Pero este olvido —o memoria selectiva—, en realidad estaba destinado a producir un espacio vacío que no admitía el dato, sino otro discurso: el del racismo. Para el poder, no se trataba de debatir entre posiciones, todo lo contrario, se trataba de llenar el espacio discursivo con el argumento del racismo, como soporte de una nueva subjetividad.
Viñeta 4: del racismo en 2019
Es posible que en la sociedad boliviana el racismo quede como la marca de la crisis del 2019. Lo evidente es que las agresiones fueron terribles e incluyeron muertes: las de Montero, las de Senkata, las de Pedregal y las de Vila Vila. Pero, y siguiendo las reflexiones de Spedding (2013) y Loayza (2018), ¿fueron agresiones racistas? Es claro que fueron agresiones políticas, porque se dieron en medio de un conflicto en el campo de la política que, por efecto de las rémoras coloniales es un campo también racista.
En un artículo que anima a debatir sobre el racismo en Bolivia, Alison Spedding (2013:146) afirmaba que suele confundirse discriminaciones de otro tipo con racismo: “la estratificación social, en Bolivia y otros países andinos (Perú y Ecuador, específicamente), es visto y descrito (sic) en términos raciales”. Esta constatación se confirma en un estudio de 2018 sobre racismo en las ciudades de La Paz y El Alto (Loayza, 2018), que luego de desmenuzar el tema en algunas variables de bienestar y otras (educación, residencia, migración, etc.) arriba a la conclusión de que, al menos en esas dos ciudades, el racismo es una compleja construcción en la que la adscripción étnica no lo explica todo porque se entremezclan elementos políticos y de clase.
Tal estudio de 2018, es decir de un año antes de la crisis del 2019, considera que desde 2006 los indígenas resaltan políticamente su identidad étnica y los “no indígenas” —categoría metodológica que usa ese estudio— más bien la ocultan. Además que el contexto político estaría empujando a estos últimos a reflexionar sobre su identidad en términos étnicos/raciales.
Tengo la impresión y la pongo en tono de conjetura, que, precisamente por la estratificación social, los “no indígenas” no necesitan una identidad étnica o “racial” porque es la de clase la que les asegura su posición privilegiada, Más bien parece que es el indígena actual o el del proceso de cambio, quien necesita precisar a su otro, necesita construirlo y organizarlo.
«Creo que el proceso de cambio —que se inicia en 2006 con el arribo al poder de Evo Morales y se extiende hasta hoy, julio de 2024—, ha creado el sujeto “indígena del proceso de cambio”, que está en pleno proceso de subjetivación.»
Este sujeto no refiere a los militantes del MAS, sino más bien a indígenas sobre todo (o exclusivamente) aymaras y quechuas que se han beneficiado con las medidas del gobierno del MAS, sea con las políticas de redistribución (bonos), de inclusión social (especialmente en las áreas política y educativa), de prebenda (empleados públicos, dirigentes sindicales, militantes del MAS), e incluso de omisión intencional del Estado (dejar hacer dejar pasar a cocaleros, contrabandistas, traficantes de todo tipo y mineros ilegales). Este sujeto, no está dispuesto a perder estos privilegios y por eso “acata” las políticas de memoria y olvido que ya hemos detallado (cfr. supra). Además y a pesar que precisamente por esos privilegios, muchos de esos “indígenas del proceso de cambio” ahora están en la clase media, no abandonan su identidad étnica o racial porque la politización de ese rasgo identitario, el racial, ha sido uno de los motores del proceso de cambio. De ahí que, en este proceso de subjetivación, este sujeto “indígena del proceso de cambio” tiene la necesidad de “construir a su otro”, en arenas también racializadas.
Esto se advierte muy bien en el reclamo de Quya Reyna (2022a), que pide que le expliquen quiénes eran los pititas, que los académicos hablen y escriban más sobre el tema, que desmenucen, analicen y desintegren sus elementos.
Este reclamo es una necesidad política más actual que nunca para el “indígena del proceso de cambio” y precisamente porque lo étnico o racial fue el detonante del proceso de cambio, precisa dotar a su “otro” de elementos extremos raciales; esto es, fenotípicos:
A estos racistas, colonialistas, no les tenemos miedo, que nos insulten, que nos escupan, los vamos a derrotar organizados, los vamos a derrotar movilizados, porque de ahí venimos, venimos de la pelea […]. Cuando le atacan a Evo le atacan a usted, porque están insultando a la pollera, al poncho, al aguayo, y eso está soportando nuestro Presidente, eso está soportando por trabajar en favor de los pobres y humildes, ese es el pago que le están dando los ricos, los que odian Bolivia, los que quisieran que todos fuéramos gringos y con cabellos rubios (Álvaro García Linera cit. en Zegada, 2022: 201).
Ahora no te quieren, Senkata, porque les estorbas. Te querrán cuando los cobardes corran. Te querrán cuando la clase media ya no tenga dinero. Te querrán cuando los q’aras ricos sientan la crisis económica. Te querrán cuando aumente el dólar o suba la canasta… (Quya Reyna, 2019)
El miedo es algo que debemos recuperar para las nuevas generaciones, para los niños y niñas. Que sus miedos sean tan válidos como el de cualquier persona, como los de aquellos ricos o k’aras que decían que los alteños bajábamos hacía La Paz para quemar sus casas. […] Mientras los ricos viven exigiendo paz a partir de nuestra muerte o represión, el miedo será un arma para hacerle entender a la sociedad que no queríamos hacer explotar una planta de gas, que la gente no se hacía disparar a propósito… (Quya Reyna, 2022b).
Es decir, la identidad del indígena resistente al colonialismo, imperialismo, neoliberalismo e incluso al racismo parece que encontró su límite en la crisis de 2019 porque la que se está construyendo es una nueva identidad, la del “indígena del proceso de cambio”.Esta nueva identidad bebe de la estrategia de transformar el estigma en emblema; es decir enorgullecerse de la identidad sobre la que se asentó la discriminación. Es un proceso similar al orgullo de ser chola7 que ha sido uno de los emblemas del proceso de cambio y sustenta a las cientos de jóvenes cholas —cholas barbificadas, las denomina María Galindo—, como secretarias, recepcionistas, abogadas, trabajadoras sociales y otras como deportistas y comunicadoras, hasta las impresionantes matriarcas cholas que acaudillan importantes redes económicas que se han insertado en el comercio global y, por lo tanto, han acumulado millonarias fortunas.
Por ello se puede afirmar que el 2019 no formuló una identidad política alternativa al MAS, en el sentido de opositora, de derecha, de nueva vertiente, etc., como bien afirma Zegada (2022). Lo que aparentemente ha surgido es una nueva identidad indígena en sentido de una subjetivación, especialmente andina y específicamente aymara; y es la defensa de la wiphala en 2019 el emblema de esa nueva subjetivación:
Así, la wiphala se convierte en multitudes desde el punto de vista fenomenológico. Es la expresión de la nueva subjetividad social: mediante el símbolo se produce la inversión de sentidos; la gente se siente parte de una nueva realidad en abierta y franca disputa con las subjetividades dominantes de lo criollo o lo blanco-mestizo, que siempre han sido la base de la legitimidad del poder y de las acciones sociales y sus sentidos en la ciudad. (Mamani, 2023: 207).
Estamos, entonces, ante un anhelo de poder, o de quedarse en el poder, que se genera en la crisis de 2019. Ahora bien, cuando nos referimos a una identidad para “quedarse en el poder” no nos referimos a quienes quieren quedarse en sus puestos en el aparato estatal, nos referimos a un proyecto ideológico de largo alcance porque es un proyecto de poder que, como tal, está generando su nuevo sujeto, lo está subjetivando.
Asimismo, y como todo proyecto político y sobre todo ideológico, sus raíces también son globales, lo que se demuestra con la actuación vergonzosa y colonialista de la izquierda internacional en 2019 porque, no lo sabíamos en ese entonces, el dogmatismo arcaico también tuvo su papel en noviembre de 2019. Así fue la actitud de las compañeras argentinas que nos decían en noviembre de 2019 “te voy a explicar lo que sucede en tu país, tú no estás entendiendo” o cuando ellas mismas ―incluso en la academia— lincharon virtualmente a Rita Segato cuando opinó que la caída del Evo tenía que ver más con sus errores que con lo que hizo la derecha.
No sabíamos que ese dogmatismo arcaico, además, era global y con expresiones propias de los comisarios políticos estalinistas, tal como documenta Dawn Marie Paley (2020 y 2022) en el caso de los izquierdistas de Estados Unidos de Norteamérica. Impresiona que el principal argumento que levantaban los dogmáticos arcaicos era el de “hoy no es tiempo de matices”, semilla de la polarización: o conmigo o contra mí. La polarización no es la sana disputa de pareceres, opiniones, posturas o saberes que precisa del respeto al otro. La polarización supone la eliminación del otro; la existencia del otro es indeseable, como en el racismo.
Viñeta 5: de lo macro y lo micro
La resistencia de octubre de 2003 en El Alto fue una movilización ciudadana autogestionada en los barrios y sin líderes que no fueran los vecinales. Como se vio arriba, en las argumentaciones de Cortéz, Tapia y Zegada (2022), este patrón de organización se repitió en los eventos de 2019 en la llamada rebelión/levantamiento/movimiento de las pititas, pero también en la movilización en la ciudad de El Alto. Por ejemplo, para Pablo Mamani (2023: 207), en 2019, en El Alto se produjeron “políticas de barrio (…), un sistema de relaciones intermitentes y, a la vez, estructuradas según la forma del barrio y su territorio”.
«Es decir, ambos lados de la movilización del 2019 tuvo características micropolíticas; podríamos decir, aquellas en que se superpone el presente al cálculo de la macropolítica sobre liderazgos, dirigencias, cuotas.»
Para comprender mejor el contrapunto entre macro y micropolítica, pongamos como ejemplo el fracaso de los estados en enfrentar el cambio climático, que contrasta con las acciones de grupos que logran detener algunas de las más ignominiosas formas de ataque humano a la naturaleza. Tal el caso, por ejemplo, de los indígenas shuar arutam del Ecuador, que han podido detener la extracción minera ilegal en algunas regiones del Amazonas. O los indígenas mayas, tsotsiles, tzeltales y choles que se oponen a la construcción del Tren Maya, megaproyecto del gobierno progresista de Andrés Manuel López Obrador, en México. O los indígenas de las Tierras Bajas de Bolivia que en 2011 paralizaron la construcción de una carretera por su territorio, un megaproyecto impulsado por Evo Morales.
De derecha o de izquierda, los partidos políticos en Bolivia no pueden cristalizar propuestas sobre este tema. Esto habla de la raíz extractivista común de los partidos de izquierda o derecha así como de sus nexos —reales o deseados― con capitales de aquende y allende. Más aún, sean de derecha o izquierda, los partidos políticos en Bolivia están dispuestos a hacer la vista a un lado para dejar de ver los llamados negocios ilegales, sean éstos el narcotráfico, el contrabando, la trata y tráfico de personas o la minería depredadora —adjetivo que no es solo retórico porque es la minería que contamina los ríos de donde obtienen su principal alimento varios pueblos indígenas y, además, avasalla las tierras de estos pueblos indígenas, forzándolos a convertirse en pueblos sin tierra.
Sin embargo, a pesar de estas “pruebas” contra el quehacer y poca eficacia de los Estados y los partidos políticos, la mayoría de la gente apuesta por la macropolítica que es la de la democracia representativa, la de los partidos políticos, los frentes, las plataformas nacionales, etc. Por eso la macropolítica es “el nivel de la política de constitución de las grandes identidades” (Rolnik y Guattari, 2006:150).
Estas grandes identidades (pueblo, multitud) suelen desenvolverse en el Estado y solo en el Estado, y yo creo que ese es también el caso del poder que anhela el “indígena del proceso de cambio”. Así, para Pablo Mamani (2023: 207-8), la resistencia barrial alteña de 2019 fue germen del nuevo Estado:
En 2019 esto se observa de manera más nítida, aunque en 2003 ya se muestran las formas de control por cuadras y los jefes de cuadra. En 2019 se ejerce una autoridad “estatal” porque tiene sus propios mecanismos de cohesión y coerción, junto con una legitimidad social ampliamente aceptada. Es la producción del Otro poder. Es el poder de Nosotros –a diferencia del poder de Ellos– basado en territorio propio y, a la vez, extendido en todo el país.
Esta vocación estatal es también representada por Quya Reyna (2022c) en el caso de la violencia contra las mujeres alteñas:
Es urgente, realmente urgente que, desde la institución municipal de la alcaldía de El Alto y a cabeza de Eva Copa (porque no tenemos otra mujer de mayor relevancia en el municipio), se pueda generar una agenda de lucha contra el machismo desde mujeres alteñas y aymaras, porque los problemas sociales que viven las mujeres en la ciudad de El Alto, como aymaras y como migrantes del área rural son totalmente distintos a los que pueden percibir los movimientos feministas desde sus agendas (…) estos problemas deben ser resueltos inmediatamente por una comisión que represente todas las necesidades y las denuncias de alteñas y aymaras (Quya Reyna, 2022c).
Como se ve, tanto las reflexiones de Mamani como el reclamo de Quya Reyna apuntan al Estado como estructura válida para el poder de la gente. Esta visión hegemónica en la política, explica por qué, por ejemplo, en dos volúmenes de análisis de la crisis de 2019 (Claros y Díaz Cuéllar, 2022; VV.AA, 2020) solo el artículo de Silvia Rivera (2020) haga referencia a la resistencia —micropolítica, sin duda— de las mujeres que luchan contra la hidroeléctrica de Rositas y defienden los territorios de Tariquía y TIPNIS. Porque estos conflictos estaban muy vivos durante la crisis de 2019, pero eso se les pasó a los analistas y académicos, que analizan y escriben desde la visión hegemónica, reclamando a la oposición política por lo que no hace y solo habla de los partidos y el gobierno. Es decir, no les es posible ver otro horizonte que el recambio de un partido y otro en el gobierno. Les cuesta ver más allá del Estado.
Hay quienes consideran que el descreimiento en la micropolítica es una falta de autoestima, una actitud de minusvalía, de discapacidad. Por eso la micropolítica precisa de la “ruptura de esa posición dependiente, infantilizada y reivindicativa en relación con el Estado, en este destete del Estado como proveedor universal, interlocutor privilegiado, traductor juramentado de todos los deseos” (Rolnik y Guattari, 2006:80).
Y es que en la época del colapso del capitalismo terminal —tal como perfectamente lo califica Carlos Taibo (2020)— es necesario retornar y retomar el aprecio, la valía y el respeto por las formas de democracia directa que no pueden sino hacerse en el espacio micro. No es vano que el ejercicio de la experiencia zapatista de democracia directa le preste toda la atención y el tiempo a debatir de cuántos miembros debe estar constituida una comunidad, de tal manera que garantice que todas las voces se oigan, que no se ralenticen las decisiones y que, a la vez, no se promuevan liderazgos que se empoderen individualmente.
En ese sentido, la micropolítica trata de responder a las urgencias del presente que rememoran, siempre, “tareas incumplidas del pasado” (Benjamin dixit) y, en ese sentido, performan un futuro en la acción. Además, es en esa acción de pasado-presente-futuro que pueden surgir nuevas subjetividades porque es el momento en que, como dirían Rolnik y Guattari (2006: 48): “es preciso entrar en el campo de la economía subjetiva y no restringirse al de la economía política”. No creo tampoco en la oposición entre la macro y la micropolítica, ambas juegan diferentes fichas y cuando se complementan pueden ser muy potentes. El recibimiento a los marchistas indígenas del TIPNIS de 2011 mostró esa potencia: una respuesta urgente a un tema del presente que rememoraba tareas incumplidas del pasado y que prefiguraban otro futuro, una acción que forjó nuevas subjetividades: quienes lograron juntar lo indígena con lo medioambiental; ese sujeto detuvo esa carretera.
Viñeta 6. De los microespacios para comprender y enfrentar el racismo
Sé que no es con leyes, aunque no sé cómo se lo vence, pero la experiencia del feminismo puede alumbrar a enfrentar al racismo. Los pequeños espacios feministas de reflexión colectiva han despertado complicidades con posibilidades políticas. El racismo hay que dolerlo, no solo explicarlo; el racismo hay que sacarlo, no solo comprenderlo; y, en primer lugar, hay que aceptar que el racismo es parte nuestras vidas, no es un destino y podemos enfrentarlo. Eso sí, no creo en los enfrentamientos de odio porque he estado cerca de los crímenes de odio de algunas hermanas trans. Es horrible que alguien quiera hacerte desaparecer porque no le gusta tu forma de ser y estar. No creo en la venganza porque supone la soberbia del vengador y toda soberbia es un proyecto de tiranía. Todo lo contrario, creo en enfrentar al racismo políticamente en la acción, individual, de a dos, de grupo y colectiva.
Imagino (pienso en las comunidades de las hijas del compost de Donna Haraway, 2019) que un bien común mayor, como la defensa de la naturaleza, puede devolvernos a la humildad de nuestra insignificancia, a la vez que a nuestra grandeza en el universo. Quién sabe si frente a tal constatación, el racismo empiece a ser una dolorosa historia de la que podamos al fin desprendernos.
Bibliografía
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1 Virginia Ayllón. Escritora y crítica literaria boliviana. Tiene libros y artículos de literatura como también de pensamiento crítico sobre temas sociales, de género y de cultura. Ha sido docente de grado y post grado en universidades bolivianas. Su producción literaria así como la de reflexión crítica está publicada en libros y revistas de Bolivia y otros países. En 2023 se publicó la 2ª edición de la Antología del pensamiento crítico en Bolivia, elaborada en coautoría con Silvia Rivera. ⇑
2 IIRSA-COSIPLAN (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana – Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento) es un proyecto multinacional creado en 2000 por el BID y posteriormente incorporado a UNASUR en 2009. Su objetivo principal es promover la integración y el desarrollo en Sudamérica a través de la mejora de infraestructura de transporte, energía y telecomunicaciones ligado a grandes capitales. Abarca los 12 países de la región y se financia con fondos públicos y privados. Esta iniciativa enfrenta críticas por sus potenciales impactos ambientales y sociales, especialmente en territorios indígenas y áreas protegidas. ⇑
3 Me refiero a vastos sectores de profesionales e intelectuales que han militado en partidos de izquierda o los movimientos de derechos humanos, entre los 60 y los 80 del siglo pasado. Algunos/as han organizado movimientos como el feminista, medio ambientalistas e incluso indigenista, y la mayoría fueron simpatizantes activos del MAS y la elección de Evo Morales en 2006. Este apoyo, parece, fue mermando y es posible que la represión del gobierno del MAS a los indígenas del TIPNIS en 2011, haya sido un parteaguas en ese anterior incondicional apoyo al MAS y su líder. ⇑
4 Por ejemplo, Ley N° 741, de 29/09/2015 o Ley de autorización de desmonte hasta 20 hectáreas para pequeñas propiedades y propiedades comunitarias o colectivas para actividades agrícolas y pecuarias; Ley N° 1171, de 25/04/2019 o Ley de uso y manejo racional de quemas. ⇑
5 Estas megahidroeléctricas “eran el centro del proyecto del gobierno de Evo Morales de convertir a Bolivia en exportador de electricidad” (Fundación Solón, 2020), casi todas están financiadas con créditos chinos y se ubican en territorio indígenas y zonas protegidas biodiversas. Los pueblos indígenas mosetenes, lecos, tacanas, chimanes, uchupiamonas, esse ejja, guaraníes y chacobos rechazan la construcción de estas obras en sus territorios por el peligro de las inundaciones y deforestación de sus hábitats. ⇑
7 Hay que considerar, sin embargo, que este nuevo sujeto “indígena del proceso de cambio” no nace en el proceso iniciado por Evo Morales en 2006. En realidad, la construcción de esta identidad viene desde el mismo hecho de la colonización española, es parte de la resistencia indígena que “cuaja”, digamos, en distintas épocas de historia de Bolivia, como en la Revolución Nacional de 1952 y también en la época de Evo Morales. Lo mismo, en el caso de las cholas, su proceso de enorgullecimiento viene desde su aparición como mujer “bisagra” (Rivera, 2010) entre el mundo criollo y el mundo indígena, en la temprana Colonia. ⇑
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